El dolor y oscuridad del Viernes Santo
El Viernes Santo es el día en que la liturgia cristiana recuerda la Pasión y Muerte de Jesús. Es un día de silencio, de contemplación ... y de recogimiento. No es una jornada cualquiera, pues en ella se conmemora el momento en que el Hijo de Dios sufrió la más cruel de las muertes, la cruz, como parte de su entrega total por la humanidad.
La palabra «pasión» tiene un doble significado. Por un lado, habla de sufrimiento y dolor. La Pasión de Jesús es la historia de sus últimos momentos: la traición de uno de sus discípulos, el juicio amañado, los azotes, las burlas, la condena y la crucifixión. Es un relato de injusticia y violencia, donde el inocente es condenado por los poderosos y abandonado por los suyos. Es un sufrimiento extremo, que culmina en la muerte más cruel que los romanos podían imponer a un reo: la crucifixión, una ejecución lenta y dolorosa, que aseguraba el máximo tormento a quien la padecía.
Pero «pasión» significa también amor profundo y sin medida. Jesús aceptó su destino no por resignación, sino por fidelidad a su misión: dar testimonio del amor de Dios al mundo. Su entrega es absoluta. Podría haber huido, podría haber buscado un camino más fácil, pero no lo hizo. Su amor por el Padre y por los hombres fue más fuerte que el miedo o el dolor. Su pasión, en el sentido más puro del amor, lo llevó a afrontar la cruz con una confianza inquebrantable.
El relato de la Pasión nos muestra la crudeza del sufrimiento de Jesús. Los azotes laceraron su piel, la corona de espinas hirió su frente, los clavos atravesaron sus manos y pies. En la cruz, su agonía se prolongó en medio del abandono y la humillación. Sus discípulos lo negaron y huyeron. La multitud, que días antes lo había recibido con júbilo, ahora pedía su muerte. Incluso en su agonía, Jesús experimentó la sensación más desgarradora: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Es el clamor de un hombre que, en su humanidad, siente la desolación absoluta. Y, sin embargo, en ese abismo de dolor, no deja de confiar. Su última palabra no es de desesperación, sino de entrega: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
El Viernes Santo es un día para contemplar este misterio en silencio. No es un día para muchas palabras, sino para mirar la cruz y tratar de comprender su significado. Jesús no murió solo como un hombre ajusticiado por las autoridades de su tiempo; murió como el testimonio supremo del amor de Dios. Un amor que se entrega sin medida, que se vacía completamente, que asume el sufrimiento sin rencor.
Contemplar la cruz nos confronta con la realidad del dolor y la injusticia en el mundo. Nos invita a preguntarnos: ¿qué significa este sacrificio para nosotros? ¿Cómo vivimos nuestra propia fidelidad a los valores que Jesús encarnó? ¿Somos capaces de confiar en Dios en los momentos más oscuros? El Viernes Santo nos recuerda que el amor verdadero no es cómodo ni fácil, sino que implica entrega, sacrificio y fidelidad hasta el extremo.
Al mirar la cruz, encontramos el símbolo de un amor que no se rinde, que no se detiene ante la traición ni el abandono, que se mantiene firme incluso cuando todo parece perdido. Y en ese amor, aún en medio de la oscuridad de la muerte, se vislumbra la esperanza. Porque el Viernes Santo no es el final de la historia. El silencio de este día es el preludio de la Resurrección, la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte. Pero para llegar a la luz del Domingo de Resurrección, primero debemos pasar por la sombra de la Pasión.
Hoy, en este Viernes Santo, nos quedamos en silencio ante el Crucificado. Contemplamos su entrega, su sufrimiento, su amor inmenso. Y aprendemos de él, el verdadero significado de la pasión, la que se vive en el dolor, pero también la que brota del amor más puro y sincero.
Jesús Fontes, Javier Jiménez, José L. Garcia de las Bayonas, José Izquierdo, Blas Marsilla, Luis Molina, Palmiro Molina, Francisco Moreno, Antonio Olmo, José Ortíz, Francisco Pedrero, Antonio Sánchez y Tomás Zamora.
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