El Corpus de aquellos años
LA ZARABANDA ·
Para los zagales de la postguerra, traía una cesta de sensaciones nuevasAdemás de su importancia como celebración religiosa (que era notoria entre los católicos), el Corpus Christi ha sido, en la tradición española, una fiesta de ... las más simpáticas. Y, sin duda ninguna, el no va más de lo cívico-eclesial. Pocas veces, fuera de la Semana Santa, encontramos un maridaje tan estrecho entre sociedad y religión. Al pintor Muñoz Barberán, dichosamente recordado por los cien años de su nacimiento, le encantaba (en su faceta de investigador y divulgador, con el añadido de sus excelentes ilustraciones) traer a las páginas del periódico aquel Corpus de tiempos pretéritos, que se festejaba en la entera España.
Los zagales de los años cuarenta recordamos con añoranza este jueves que relucía más que el sol. Cuando el cambio climático todavía no había asomado la jeta, el Corpus desplegaba la bandera del buen tiempo. Era en realidad la puerta del verano, con pájaros cantando. Digo en estas latitudes nuestras. El ambiente tan plácido y benévolo, diría que excitante. Para regusto de chiquillos, los polos llegaban al quiosco. Y lo mismo los chambis: '¡De vainilla y mantecao! ¡Chambilico rico!'. El cine de verano abría sus puertas. Y como el programa era doble, había que empezar pronto. Eso hacía que en los quince minutos primeros de la primera película, apenas si acertábamos a distinguir las imágenes de Cesáreo González. Dos botijos flanqueaban la pantalla.
Zagales y zagalas tomaban la Primera Comunión. Olíamos a jabón Heno de Pravia. Me vistieron de diplomático, con una banda blanca cruzando al trajecillo azul. Pelo repeinado, con onda 'arriba España' (no tan exagerada como las greñas democráticas de hogaño) y bien marcada la raya. Había procesión a la atardecida. Nada más comer, el camión-tanque había regado el itinerario. A todo lo largo nos estimulaba la alfombra de yerbabuena: cosechada fresca junto a las acequias. El cortejo, con la custodia presidiendo, avanzaba en technicolor optimista, pero al mismo tiempo solemne. El cura achuchaba, a través de un altavoz portátil: '¡Canten todos! ¡Los hombres también!'. Y se arrancaban (más ellas que ellos) con ese himno tan inspirado que reza: 'Cantemos al amor de los amores, cantemos al Señor'. En los jardines empezaban a desperezarse las florecillas del aligustre, oliendo a eternidad.
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