Charla de café
Así me parece ·
Mi amigo me dijo: «La culpa no es de los políticos. La culpa es nuestra, por haberlos elegido. Cada sociedad tiene los políticos que se merece»Estuve siguiendo en televisión la sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados. Llegó un momento en que me indigné. Apagué la ... televisión y me fui a la calle enfadado, frustrado, harto de la política. Me decía a mí mismo: «El mundo se desangra con los crímenes de guerra que se están cometiendo en Ucrania y Gaza; muchos niños palestinos se están muriendo de hambre; la ministra de Defensa nos avisa del riesgo de que la agresión de Putin se extienda a otros países; los separatistas catalanes, en su camino de ruptura, piden la plena soberanía fiscal... Y, ante todo esto, nuestros dirigentes políticos andan enzarzados en reyertas barriobajeras. Unos sacan el caso Koldo-Ábalos, y se refieren a la mujer de Pedro Sánchez; otros, hablan de los fraudes tributarios de un tal Alberto González, la actual pareja de Isabel Díaz Ayuso; y de la esposa de Feijóo y la cerámica de Sargadelos... ¿Es que esta riña tabernaria no va a terminar nunca? ¿Cuándo dejará de ser la política en este país una descarnada y simple lucha por el poder?».
En esto andaba enfrascado cuando me encontré con un viejo amigo. Es un hombre mayor que yo, también jubilado, y que a lo largo de su vida se ha fogueado en mil batallas políticas. Además, en su profunda senectud, conserva la cabeza lúcida, y ha alcanzado una cierta serenidad de juicio y una equilibrada sabiduría. Nos sentamos en la terraza de la cafetería del Arco de Santo Domingo. Le conté lo que me pasaba, y la desgarrada decepción que sentía en ese momento por la política. Mi amigo me calmó y me dijo: «La culpa no es de los políticos. La culpa es nuestra, por haberlos elegido. Cada sociedad tiene los políticos que se merece. Nos indignan los políticos porque mienten y porque algunos de ellos son corruptos. Pero no te has parado a pensar que, si los políticos insisten en su comportamiento, si siguen mintiendo y aceptando la corrupción, es porque en esta sociedad nuestra la mentira y la corrupción son rentables políticamente. Y este no sólo es un problema de la sociedad española. Fíjate en Estados Unidos. ¿Habrá algún político más mentiroso que Donald Trump? El 'Washington Post' le ha contabilizado más de trece mil mentiras. ¿Y qué pasa? Que, aunque todo el mundo sabe que miente, cada vez tiene más adeptos, y puede volver a ser presidente de los Estados Unidos. ¿Y la corrupción? Pecuniariamente, desde luego, es rentable. Muchos se han enriquecido en la política. Entraron con una mano detrás y otra delante, y han terminado su vida política con fincas, casas de lujo, acciones en Bolsa... en fin, con un patrimonio muy saneado. Y la sociedad, que sospecha que ese enriquecimiento no ha sido lícito, no por ello desprecia al político. Al contrario, le admira y le respeta. En España hay una cierta veneración estúpida por los que se enriquecen, independientemente de que se conozca el origen ilícito del enriquecimiento. Y, políticamente, la corrupción no perjudica. Tú y yo hemos visto a alcaldes acusados de corrupción en virtud de pruebas irrefutables, que se han vuelto a presentar en las elecciones y han salido elegidos por mayoría absoluta. En España hay demasiada tolerancia social con la corrupción... Así que no debe extrañarte el comportamiento de los políticos: la mentira y la corrupción no les quitan votos».
–Pero, entonces, ¿qué podemos hacer? –interrumpí a mi amigo–. Porque convendrás conmigo en que la mentira y la corrupción degradan la vida pública.
–Claro, algo hay que hacer. La experiencia ha demostrado que la democracia, por sí sola, no garantiza ni mucho menos que se elija siempre a los mejores. Y ello por una sencilla razón: los mejores no quieren meterse en política. Sin embargo, ya que no estamos seguros de poder elegir a los mejores, al menos deberíamos asegurarnos de no elegir siempre a los peores.
–¿Y eso cómo se consigue?
–Hombre, lo ideal sería una reforma del sistema electoral, que estableciese distritos uninominales. Los electores podríamos así elegir a los que nos parezcan mejores, independientemente del partido en que se encuadren. Pero, con carácter previo, deberíamos convencer a la sociedad, mediante una intensa labor pedagógica, de que hay que alcanzar un nivel de tolerancia cero con los mentirosos y los corruptos. De modo que, aquel político que haya sido cazado en una mentira, o en una corruptela, sea descalificado políticamente para ocupar en el futuro cualquier cargo público. Esto, desde luego, es muy difícil de conseguir. Pero mientras avanzamos, excluyendo poco a poco a mentirosos y corruptos, iremos consiguiendo que los elegidos al menos no sean siempre los peores.
Me despedí de mi amigo en la plaza de Romea. Su conversación me había calmado. Pero no me había convencido del todo. No sería fácil conseguir lo que proponía. Además, no nos corresponde hacerlo a nosotros, pobres jubilados. Al fin y al cabo, nuestro coloquio había sido una simple charla de café, de las que supongo que habrá miles en toda España.
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