Memorias del agua
Tras ver 'Tiburón', los niños españoles no se bañaron en la playa, pero porque era invierno
Existe la leyenda urbana de que la película 'Tiburón' de Steven Spielberg hizo que los niños 'boomers' españoles no se bañaran en la playa ese ... verano, hace 50 años. Es falso. Después de ver el estreno de 'Tiburón' los niños españoles no se bañaron en la playa pero porque era invierno. Cuando llegó el verano los niños del país volvieron con más ganas a la playa y el baño en masa fue más delicioso que nunca, porque contaba con un ingrediente que no existía durante el veraneo anterior, el terror. El terror, venía a decir Alfred Hitchcock, puede ser la más placentera de las emociones, a condición de no tener la completa seguridad de que el causante de ese terror va a acabar con nosotros.
Eso hizo por nosotros el tiburón que cambió el mundo: sólo una vaga sospecha de poder morir. El placer viene de la posibilidad, no de la confirmación. Tener una lejana, aunque insistente, expectativa de ser devorado que probablemente no se confirmara. A los niños les encantan ese tipo de temores, y se aventuran en ellos como esfinges nocturnas en el farol. No puedo decir que de adulto hayamos cambiado en esto, seguimos siendo aquellos niños con curiosidad infinita. Internarse en el mar soleado y plano era como una atracción de feria, como el tren de la bruja pero encima iba en serio y sin escoba, que es lo peor que le puedes contar a un niño si no quieres que se interese peligrosamente por algo. Todos los niños, al menos los de entonces, se pirraban por las escopetas con balas de verdad, los fantasmas auténticos o los mares con amenazas reales bajo la superficie. La playa después de ver 'Tiburón' se convirtió en el mejor sitio que un niño podría imaginar, y todos nos pusimos al juego de mordisquear piernas de bañistas bajo el agua con la excitación de que en algún momento podríamos ver nuestras propias piernas masticadas, ya sin juego alguno. Se ha interpretado justo al revés lo que hizo de 'Tiburón' la película que más recaudó hasta ese momento de la Historia. No fue por pasarlo mal, sino por pasarlo intensamente bien, de tan mal.
Un espacio abierto, la playa, hasta entonces tomado por gorros de baño de caucho floreado y llantas negras de camión que hacían las veces de flotadores, una especie de tranquilizador parque de bolas sin bolas, se transformó a causa de la psicosis inoculada por 124 minutos de celuloide en salvaje naturaleza líquida. Empezaba justo en el vértice en que no se hacía pie. Qué niño digno de ese nombre no se iba a internar a nado en la negrura, esperando ilusionado a que la negrura no se lo tragara, aunque no se estaba del todo convencido, mientras madres en pánico gritaban desde la orilla.
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