Hace un cuarto de siglo tuve el privilegio de participar en la redacción de la Ley Orgánica de Universidades. Aquella reforma renovó las bases del ... sistema universitario al incorporar la calidad y la evaluación como principios rectores. También impulsó la internacionalización de nuestros campus, pues en ese mismo periodo coordinamos desde España el denominado Espacio Europeo de Educación Superior, y reguló las diferentes figuras contractuales del profesorado laboral. La norma se mantuvo vigente durante más de dos décadas, resistiendo sucesivos cambios de gobierno. Tras este periodo de buen funcionamiento, aunque con necesidades evidentes de actualización, la llegada de la facción catalana de Podemos al Gobierno supuso la aprobación de una nueva norma que aportó escasas innovaciones y cuya aplicación no está resolviendo los problemas de nuestras universidades.
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Mientras los marcos normativos continúan sin dar respuesta efectiva a los nuevos tiempos, las universidades españolas pierden músculo, se vuelven lentas, pesadas, y se dejan adelantar. Sus sobredimensionadas estructuras burocráticas son ineficaces. Y esto se nota en los rankings internacionales. Muchos gestores universitarios descargan responsabilidad sobre las normativas, otros sobre la financiación, pero nunca hay una autocrítica sobre las decisiones que esos gestores, dentro de su autonomía, que es enorme, han adoptado. Ese viejo mantra de que todo problema público se soluciona con más dinero es, créanme, tan infantil como empíricamente falso.
¿Dónde radican, entonces, nuestros problemas? Desde mi punto de vista, y con mi experiencia, puedo afirmar que nuestro verdadero problema se llama (falta de) liderazgo. ¡Vaya! ¿Con esa palabra se soluciona todo? ¿Con liderazgo aseguramos que mi hijo o mi hija, mi nieto o mi nieta, tenga una formación adecuada al mercado de trabajo? ¿Con liderazgo aseguramos que se capte y retenga el talento investigador? Pues sí, es liderazgo lo que se necesita para afrontar con decisión tres puntos críticos que precisan de reformas que se puedan implementar no en años, sino en meses, para mejorar su universidad pública.
El primer punto se denomina ineficacia burocrática. El sistema nos está ahogando. Los docentes e investigadores invertimos de media más del 30% de nuestra jornada en cuestiones administrativas. Imagínese que usted que me lee tuviera que dedicar un 30% de su jornada a solventar cuestiones que poco o nada tienen que ver con las tareas propias de su puesto. Desperdiciamos miles horas en labores absurdas creadas por un sistema que machaca la innovación y desconfía de sus profesionales.
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El segundo punto se llama (escasa) empleabilidad. En las universidades hemos olvidado que nuestra misión es formar a personas para que accedan en las mejores condiciones al mercado laboral y contribuir con ello al progreso del país. El mundo gira muy rápido y nuestros planes docentes se quedan anticuados. Los procesos de toma de decisiones impiden responder con garantías a los requerimientos del entorno y la universidad privada, de manera legítima, se aprovecha de ello.
A usted que me lee, ¿le parecería correcto que, si mañana tuvieran que operarle en la Arrixaca, la decisión sobre cómo hacerle la incisión fuera consensuada entre un representante de todos los pacientes, otro del personal administrativo del hospital y un tercero de los médicos, incluidos los odontólogos, aunque su operación fuese de pulmón? Pues en la universidad, ese es el procedimiento. El resultado es una grave parálisis: usted se muere en la cama del hospital mientras entre todos se negocia cómo operar; la universidad pública agoniza mientras sus competidores le arrebatan miles de estudiantes al año.
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Para frenar esta situación necesitamos una apuesta real por las nuevas tecnologías para adaptarnos al mundo en el que nuestros hijos, hijas, nietas y nietos van a tener que desenvolverse. Esto pasa por un replanteamiento de todos los planes de estudios y por la creación de nuevas titulaciones adaptadas a las necesidades del mercado de trabajo.
El tercer punto, la investigación. Debemos hacer una apuesta decidida una investigación orientada a resolver los retos de nuestra sociedad, que necesita de miradas multidisciplinares y de la combinación de ciencia básica y aplicada. No es un problema de «más fondos», sino de una inversión estratégicamente orientada, de fondos que apuesten por el capital humano y hagan que esta profesión sea atractiva para los jóvenes (más del 30% de la plantilla de la universidad pública se jubila en un lustro). Fondos suficientes para desplazar la frontera del conocimiento, menos rígidos que cambien por completo el paradigma de control financiero dominante. Y, sin duda, necesitamos un redimensionamiento del tamaño de nuestros grupos de investigación, para hacerlos más competitivos.
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Ninguna de estas tres cuestiones precisa de nuevas normas. Al contrario, necesitamos menos normas. Es precisa una desregulación para que la Universidad y sus profesionales sean de verdad autónomos. Pero nos hace falta liderazgo, pasión y el firme convencimiento de que la universidad pública es la única capaz de ofrecer un conocimiento equilibrado y de garantizar la justicia social en el acceso a la educación. Defender hoy a la universidad pública pasa por nuevos liderazgos que inspiren nuevas culturas organizativas. Si no nos atrevemos a cambiar, el mundo nos pasará por encima.
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