Instrucciones para dar cuerda al reloj
NADA ES LO QUE PARECE ·
Juanito fue convirtiéndose, conforme crecía su negocio, en el Señor del Tiempo, en la persona a la que se dirigían nuestros padresEra un muchacho como otro cualquiera de su tiempo. Quizá un poco más alto y espigado de lo normal. De los que habían nacido a ... finales de los cuarenta en el seno de una familia sencilla y humilde del pueblo. El hijo de la Tía Juana y del Tío Juan el Guina, de ahí que estuviera destinado a llamarse Juan, a que le adjudicaran el diminutivo cariñoso de Juanito, como lo conocían en su casa, entre sus amigos. No sé qué haría en sus primeros años. Pero apostaría a que visitó muy poco la escuela y, sobre los catorce, ya estaría trabajando, como era común por entonces, cuando se necesitaban muchos brazos para ayudar en la faena diaria, en la tierra o en la cuadra.
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Siendo aún joven se convirtió en el único relojero del pueblo. Relojes a los que aún había que darles cuerda, y joyas de no mucho valor: pendientes, sortijas, algún collar de oro que vendía fiados, por una modesta cuota mensual que no siempre le era pagada con puntualidad. No era de los que iba los domingos por las casas con una cartera negra bajo el brazo, como hacían por entonces los cobradores a plazos de televisores que se plantaban en la punta de la calle, con toda la paciencia del mundo, hasta que el cliente, aturdido, nervioso, claudicaba y extraía los cuartos de debajo de las losas.
Juanito fue convirtiéndose, conforme crecía su negocio, que fue, al principio, un diminuto cuchitril junto a la carnicería del Chillareas, en el Señor del Tiempo, en una especie de dios Cronos paciente y tranquilo, en la persona a la que se dirigían nuestros padres, con todo el sacrificio del mundo, para regalarnos nuestro primer reloj, después de cumplir los diez o los doce años. O tras la primera comunión, en el caso de aquellos privilegiados que podían permitírselo. Visitar la tienda de Juanito era motivo de celebración en una época oscura –aún se vislumbraban las secuelas de la guerra– y espesa en la que apenas había alegrías que llevarse a la boca, escasas como el pan mismo, que nunca sobraba en los hogares, que se guardaba de un día para otro y se mojaba en la leche no por gusto, sino para ablandarlo.
Aún conservo en mi memoria esa rara sensación que me producía ver a Juanito inclinado, como un miniaturista del medievo, sobre un pequeño tablero, hurgando, con paciencia y enorme pericia, en las tripas de un reloj al que le quitaba o añadía una minúscula pieza. Era, en la medida de sus posibilidades, una especie de doctor Barnard, aquel médico surafricano que, a mediados de los sesenta, desafiando a Dios y al Destino, fue capaz de implantar un corazón a un moribundo, salvándole así la vida. Al menos, durante un tiempo.
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Resultaba emocionante aquella obligación, que nos era impuesta como una ley divina, de cuidar el reloj como si fuera un hermano siamés adherido, como un tatuaje, a tu piel, atado a tu muñeca día y noche. Y la obligación añadida de darle cuerda todos los días, de llevártelo de vez en cuando al oído para escuchar su sonido monocorde, como la respiración acompasada de un bebé que transmite constantes señales de vida. Después, pasados los años, tuve ocasión de leer el curioso 'Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj', de Julio Cortázar. Y he sentido la necesidad de recordar a Juanito cuando el escritor argentino, con su estilo tan característico, con su fino humor, asegura que, cuando te regalan un reloj, en el fondo, te regalan el miedo a perderlo, a que te lo roben, a que se te caiga al suelo y se te rompa; te regalan la marca, la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. Y concluye así su inquietante repaso: «No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj».
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