Con más de cinco millones de muertos en todo el mundo –solo en España ha habido más de 90.000–, el coronavirus es todo menos ... una broma. Así que, nos guste o no, hay que cumplir las reglas. Esto, que parece claro en todos los ámbitos, no lo es tanto cuando se habla de deporte, un mundo siempre envenenado por el divinismo de sus estrellas. Nimbados por la gloria, algunos se sienten con derecho a todo. Lo acabamos de ver con Djokovic, un tenista formidable que se pasa por el forro las vacunas y al que no le importa mentir para jugar en Australia. Que tenga el currículo empenachado de títulos habla bien de su talento, pero no de su conducta. En cualquier otro ámbito, este tipo sería tachado de la lista y estaría en casa, pero no en el suyo. Oír a su padre hablando de un nuevo Espartaco solo es un desvarío. Lo peor no es eso, sino que haya quien lo apoye. El elogio de la desvergüenza no es una gracia, tiene más de fanatismo. Y contra eso sí que no hay vacuna.
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