No fastidies, Rodrigo
Al ex ministro de Economía y banquero Rodrigo Rato le dediqué hace unos años un artículo ejemplarizante, cuando la policía le chafó el melón para introducirlo en un coche patrulla, visualizando ante todos los españoles la 'pena de telediario'. Me di el gustazo de introducir todo tipo de insidias sobre sus presuntas actividades. No puede decirse que fuera original. La sociedad de entonces hizo lo mismo: todos supimos quién había matado a Manolete. Pusimos como delictiva hasta esa irritante costumbre suya de dar la mano sin mirar a la cara, entre otros a mí. Sentimos ese placer indecible de dejarse llevar por la masa, de despedazar a alguien en la plaza pública entre el jolgorio. Sentir al menos por una vez que uno forma parte del 'mainstream', de eso que podríamos definir como 'la corriente vulgar y corriente', no puedo decir que resultase desagradable. Yo me sentí un poco menos marciano. Rato nos caía muy mal a todos. Había cabreado hasta a los poderes invisibles que mueven los hilos del mundo, al abandonar sin explicaciones el Fondo Monetario Internacional.
Esta semana lo han sacado de la cárcel, tras absolverlo de posibles delitos en la fusión de Bankia. Esa buena noticia para el garantismo procesal –y una mala noticia para la opinión pública española– la hemos acogido con esa decepción del que le da un trago mañanero al whisky tras una noche de farra y se encuentra con que alguien ha apagado una colilla dentro. Con lo contentos que estábamos de que en el caso Rato las dos españas (y hasta la que en tiempos de la Guerra Civil llamaban 'tercera España', la de los tres o cuatro extravagantes demócratas que creían entonces en un Estado de derecho, no sé si ahora hay más, yo creo que hay menos) se hubiesen puesto de acuerdo en algo. El gusto que sentimos al ver al altivo Rato flexionando las rodillas para ser empujado en el coche policial ni siquiera fue un gusto inconfesable: nadie se cortó ni un pelo en reconocer que el sabor de la sangre, ese metálico regusto a cobre en el paladar, nos había complacido también a los de derechas. Hubo algún tiquismiquis que protestó con no sé qué de la presunción de inocencia, algo tan pasado de moda y sospechoso como las bulas papales. Rato era perfecto para que cuatro caballos tirasen de sus extremidades hacia los cuatro puntos cardinales. Rico por familia. Cuellos de la camisa a medida en Madrid. Antipático. Calvo, pero sin coleta. Fue como si todo el Pueblo soberano eyaculara a la vez.
Y ahora dicen que es inocente, bah. ¿Inocencia para qué? Cuando se acompaña a todo el Pueblo soberano en el orgasmo colectivo a la hora del telediario, la inocencia es impertinente. Fue un crimen colectivo y como todos los crímenes colectivos nadie se acuerda de dónde lo enterramos. Rato, que ha salido provisionalmente de la cárcel con un detector gps permanente por si se le ocurre ir contando lo de su inocencia y hay que volver a encerrarlo, es un muerto civil del que ya no queremos acordarnos. La memoria se queda solo con las cosas agradables: lo bien que nos lo pasamos con lo tuyo, Rodrigo, no jodas.