Escenas de Santa Eulalia
GALERÍA T20 ·
Mueren los hijos proletarios de la posguerra dejando pisos vacíos cuyos propietarios pintan y llenan de muebles de Ikea para que se instalen los hijos de internetEl visitante se queda asombrado cuando descubre que Murcia no fue bombardeada en ninguna guerra. Con frecuencia pregunta: ¿y por qué se cayeron los edificios antiguos? Cuando se le explica que fue la mal entendida modernidad, la ambición y la falta de cultura de antiguos alcaldes y gobernadores la que hizo la ciudad como es, aún se sorprende más. En ese punto uno desiste de contarles la tragedia de la apertura de la Gran Vía y el derribo de los baños árabes para abrir un tajo en vez de diseñar una circunvalación que hubiera hecho crecer la ciudad hacia fuera y no fagocitarse a sí misma, asesinando un bellísimo casco medieval para abrir una avenida que ya es pequeña y se colapsa a diario. Pero entre ese guirigay de calles ancestrales con edificios setenteros quedan zonas en las que el paso de los días se mantiene fiel a formas de vida antiguas. No significa eso que no se tenga wifi o ascensor, es que hay barrios en esta Murcia modernísima en los que el tendero te sigue fiando, en el que los vecinos se acuerdan de felicitarte por tu santo o en el que los críos juegan al balón usando los muros de la iglesia como portería. Santa Eulalia es uno. Santa Eulalia es el mío.
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A eso de las cinco, la plaza se llena de niños que juegan y gritan, luego el barrio los absorbe para que salgan los mayores a tomar cañas en los mil y un bares, en los insuperables templos de la gastronomía regada con Estrella de Levante y Juan Gil. Es un barrio hecho para el placer en el que la música ya en los 80 sonaba a reggae en Bongo y a punk en Ocio, siempre a calidad en la Yesería en sus 26 años de existencia. Para los que apenas salimos, periódico y disfrutar la soledad en los domingos por la mañana cuando las calles son frescas y el eficiente servicio de limpieza se ha llevado los restos de la batalla de la noche anterior. En la judería la vida, y su disfrute, ha sido ininterrumpida desde hace casi mil años, por lo tanto los actuales habitantes toman cañas manteniendo una suerte de rito ancestral, de culto al hedonismo y la felicidad tan antiguo como la ciudad.
Pero un río de dolor atraviesa el barrio de la alegría, de las juergas y los bares, de los guisos del Salzillo y de los reclutas de las Jarras. Es un tajo, como un valle de lágrimas que va de Jesús Abandonado al bloque de la calle Santa Rita en que venden muerte a los críos y a los desahuciados. Es un valle figurado que recorre uno que existió, un val que rodeaba la muralla donde hubo un foso, cubierto con el sedimento de los siglos, recorrido hoy por tristes muertos en vida. Despacio a la ida desde Santa Rita, acelerados a la vuelta, desde el centro donde mendigan o roban lo que pueden. Ya en La Fama, entre los coches, fuman chinos. Es fácil verlos, no se esconden, no molestan ni disfrutan, solo calman su dolor. Me obsesiona ese dolor y sus razones y quisiera, ingenuamente, meterlos en un taxi para que sus padres o quien dejasen en el hogar los abrace. No sé por qué, pero cuando los veo me pregunto dónde habrán acabado los juguetes de su infancia. Son zombis en el barrio que mira escéptico la gentrificación alimentada por la nueva burbuja inmobiliaria, un barrio que ha ido cambiando la cara, mejorando a veces mientras otras solo se maquillaba con poco acierto.
Mueren los hijos proletarios de la posguerra dejando pisos vacíos cuyos propietarios pintan y llenan de muebles de Ikea para que se instalen los hijos de internet. Ningún lugar mejor donde estudiar y divertirse que en el barrio que no duerme. Yo habito el tiempo entre unos y otros, noto cómo edificios enteros se convierten en residencias estudiantiles, algo que no parece estar regulado. Este año hay dos pisos nuevos en mi edificio. En el segundo se han instalado chicos y chicas que llegaron con guitarras, vestidos de negro y con cajas, es decir, llegaba el Apocalipsis y preparamos nuestras almas pero las cajas iban llenas de libros, tocan las guitarras en el balcón por las tardes, saludan respetuosos y hasta ahora no han hecho ninguna fiesta después de las 12. En cambio en el tercero han desplegado una bandera de España en la ventana, van cuidadamente peinados y arreglados: los perfectos inquilinos que han resultado ser una fuente de problemas y quejas ante las que el dueño, al que en realidad todo esto le da igual mientras le paguen, responde que llamemos a la policía. Esta reacción es explicable con un dato: no es de Santa Eulalia, no entiende el ecosistema respetuoso que aflora, ni los lazos vecinales antiguos ni que el de al lado tenga la llave de tu casa «por si cualquier cosa». No conoce el extraño orgullo y solidaridad que crece no solo en la gente mayor, también en la modernidad residente que vive de día en los cafés y de noche en los bares. Hay una personalidad tan fuerte en este barrio como en San Antolín y el Carmen, por eso a veces me cuesta aceptar unos cambios inevitables. Ojalá tarden.
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