Elogio del artista fracasado
Un camión de cuadros, restos de una vida de pasiones, deseos y fracasos; de andar, gozar y padecer plasmados en cientos de pinturas de color radical y gestos brutales
El arte es maravilloso. Cuando nos dedicamos a él siempre hay alguien que te dice «oye, qué bonito tu trabajo, ¿no?». Y nosotros pensamos muchas cosas. Hay en la creación visual aspectos que rara vez llegan al público si no es dramatizados y a la vez dulcificados, como en Van Gogh, pero la realidad es que hay dosis de sufrimiento y soledad inauditas en muchas carreras. La soledad de los inicios, la incomprensión, tan frecuente del público, las dificultades económicas. Leyendas, como la muerte de Modigliani, que no son leyendas, que son valles de dolor y soledad. Cuando me dicen que mi trabajo es muy bonito, siempre pienso en lo mal que la historia del arte ha contado tantas historias que llegan a los extremos más insólitos, suicidio incluido, por un compromiso irrenunciable con la propia obra. Los verdaderos artistas no distinguen entre su obra y su vida. Vivir dentro de un creador es asomarse a abismos a los que no solemos estar acostumbrados y adoptan formas complejas, no siempre románticamente bellas.
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El coleccionismo es una forma 'cool' de síndrome de Diógenes sin el cual la vida de muchos sería más árida. El amor por los objetos nos crea mundos imaginarios, diálogos con quien no responde y nos permite construir relatos, narraciones con cosas que no son sino el autorretrato que vamos haciendo con el paso de los años. Los buenos coleccionistas lo somos de muchas cosas y estamos absortos en la belleza de muchos tipos, a veces en modos inaprensibles de trastos inservibles que parecen elegirnos. Este extraño modo de actuar nos lleva a sitios de todo tipo, mis favoritos son almacenes como el de un amigo que acumula libros suficientes para armar una buena biblioteca univesitaria. Hay un amor por el objeto en muchos de estos anticuarios, 'brocanteurs' o chamarileros que a veces parecen no saber lo que venden, craso error del coleccionista principiante.
Hace poco estuve en uno de estos almacenes de las maravillas buscando un libro, en realidad al autor de la portada de un libro. Entre mesas, maniquíes, aparatos incomprensibles y lámparas, apareció un montón infinito de cuadros. Eran muchos. Demasiados. Algo anormal ocurría allí. Varios cientos de lienzos apilados contra la pared yacían criando polvo bajo la fotografía en blanco y negro de un hombre flaco con bigote y pelo largo, algo parecido a un Dalí con los ojos sombríos. Al lado un autorretrato a lápiz bastante bueno en el que las ojeras habían crecido con respecto a la foto. Era, sin duda, la imagen de un hombre sufriente.
El dueño, uno de esos anticuarios que aman lo que hacen, me enseñó los cuadros. Era un tipo de pintura denso, fuerte, de contrastes brutales que iban 'in crescendo'. Una suerte de impresionismo delirante en el que todo eran picos y figuras desmedidas. La pintura de un loco, tan aberrante como atractiva en su total distanciamiento de cualquier regla académica. El pintor había conseguido alejarse de la convención en todas sus formas. Los materiales eran pobres, malos bastidores y telas y pinturas acrílicas baratas. Todo se iba haciendo tan interesante como el principio de 'Velvet Buzzsaw', la peli de Dan Gilroy sobre el mundo del arte, pero no era previsible que estos cuadros tuvieran un poder mágico.
Ante esas filas interminables de cuadros, los restos de una vida sin vender, las tablas de un naufragio que se volvía fascinante, quise saber qué era aquello. Mi amigo me contó que el autor era Anto Trepat, un pintor de Sabadell que decía haber sido discípulo de Dalí fallecido hace poco. La vida, compleja y tal vez poco simpática, lo había llevado al Mar Menor hace años, donde encontró un lugar para pintar en una antigua chatarrería abandonada. Iba por ahí vendiendo sus cuadros a quien se los quisiera pagar, pero debía vivir en unas condiciones muy al límite. Sin embargo, lo poco que ganaba lo gastaba en otro lienzo, en más pintura. Su cuerpo era piel y hueso, por lo que se aprecia en los retratos, pero no faltaba papel para dibujar miles de bocetos y enfrentarse a cuadros complejos y, en su extraña forma de ser, hipnóticos. Murió solo. Tal vez nadie supo de su muerte en su tierra hasta que una galería de Sabadell le hizo un homenaje. Su obra quedó allí hasta que mi amigo la compró. Un camión de cuadros, restos de una vida de pasiones, deseos y fracasos; de andar, gozar y padecer plasmados en cientos de pinturas de color radical y gestos brutales. Los residuos físicos del tránsito terrestre de un hombre que hizo del arte su tortura y su pasión.
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Este domingo iré al mercado del Almudí a comprarle uno de esos delirios de color. Tal vez, sin saberlo, logre mirarme a una extraña forma de espejo. Quién sabe.
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