Desaparecidos

NADA ES LO QUE PARECE ·

Hasta que no fui adulto no advertí que mi abuela seguía esperando el regreso de su hijo, de mi tío. Así lo hizo hasta poco antes de su muerte

Acabo de perder a 'Tula', mi joven gata, de apenas un año, que, hace unos días, salió al patio y aún no ha regresado. Yo ... también veo, siquiera por puro morbo, los programas de investigación y crímenes, y en ellos se insiste, una y otra vez, en que las primeras setenta y dos horas –¿por qué no unas horas más o unas horas menos?– son claves para resolver el enigma y hallar a los culpables. Ha pasado más de ese tiempo y empiezo a hacerme a la idea de que ya no va a volver, a pesar de lo mucho que la queríamos, de su vida regalada, del trato estupendo que le dábamos y de la comida abundante y de los juegos con los que contaba. Al margen, claro, de permitirle, como nunca había hecho ni siquiera con mis propios hijos, que se afilara las uñas en el sofá o que se subiera a la mesa de la cocina y, por puro capricho, arrojara sobre la superficie los vasos colmados de agua.

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Se les toma cariño a los animales. Incluso a un simple pájaro por el que suspiré cuando algún desalmado me lo arrebató –jaula incluida– mientras gozaba de su matinal baño de sol en lo alto de la fachada de la casa. Tenía nombre –'Wojtek', como aquel oso adiestrado por un polaco que luego ayudó a transportar proyectiles en la II Guerra Mundial, hasta obtener, con todos los honores, el título de sargento– y se había convertido en uno más de la familia. Nadie se olvidaba de comprar la manzana y la lechuga del canario, de introducirlo en la casa cuando llovía o hacía frío, de sacarlo al sol en los días de invierno, a cambio de su canto, que era como el silbido alegre de un ángel con las primeras luces del día.

Pero lo peor no es perder a alguien a quien quieres, por el que sientes un enorme cariño y, a veces, por qué no decirlo, incluso amor. Lo que resulta más triste, inquietante y desmoralizador es imaginar que aún vive, que puede estar en alguna parte, necesitado de tu ayuda sin que puedas hacer nada por evitarlo.

Mi abuela paterna, la abuela Carmen, debió sentir algo parecido; aunque mucho más grave y desgarrador, tengo que reconocerlo. Su hijo Enrique, con apenas dieciocho años, fue reclutado por el ejército de la República para combatir contra las fuerzas golpistas de Franco. La propia abuela, que ya era viuda, en el paraje de la Huerta en donde vivía, salió a despedirlo. Le llenó de comida el macuto, le puso varias mudas para que siempre fuera limpio, y le dio un par de besos, cuyo calor debió conservar durante todo el largo camino. Mi tío Enrique, como tantos otros jóvenes de ese tiempo, fue fusilado sobre la arena de la plaza de toros de Badajoz. Una auténtica escabechina de la que nadie pudo librarse.

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La nota, firmada por un capitán del ejército legítimo, llegó unas semanas más tarde. Nadie quiso que se enterara la abuela. Pensaron que sería mejor mantener el secreto y ayudarle así a conservar una cierta esperanza. Fueron pasando los años. Íbamos casi todos los domingos a su casa de la Huerta a comer de lo que cocinaba, con lentitud y esmero, en unos grandes pucheros de barro. Después, acabado el ágape, se lavaba las manos, se las secaba en el delantal, salía a la puerta y avanzaba un centenar de metros a lo largo del carril hasta llegar a la confluencia con el camino principal, en donde permanecía durante largo rato.

Hasta que no fui adulto no pude advertir que, en realidad, aún seguía esperando el regreso de su hijo, de mi tío Enrique. Así lo hizo hasta pocos días antes de su muerte. Y eso que casi llega a centenaria.

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