Democracia y memoria
ASÍ ME PARECE ·
Los socios de Pedro Sánchez deberían entender que con este proyecto de ley están manejando material muy sensibleEspaña vive en democracia desde 1976. Desde aquellas fechas, los españoles, en términos generales, estamos satisfechos con nuestros derechos y libertades, y con la estructura ... y funcionamiento democrático de nuestras instituciones.
Ahora bien, de vez en cuando, conviene recordar dos cosas: primera, que ha costado mucho trabajo, y muchas transacciones, establecer y consolidar la democracia. Y, segunda, que las instituciones y principios democráticos son frágiles y vulnerables, sometidos a muchos riesgos.
En efecto, la democracia, a los españoles, no nos ha venido caída del cielo, como algo natural que irremediablemente tenía que llegar. Cuando en noviembre de 1975 murió Franco, teníamos miedo al futuro. La mayoría de los españoles queríamos vivir en paz; queríamos olvidar la Guerra Civil; cerrar sus heridas y superar sus secuelas; éramos conscientes de que había dos Españas, y no queríamos que ninguna de ellas nos helase el corazón. Queríamos una sola España, en la que todos conviviéramos en paz y en libertad. Pero teníamos miedo a nuestra ancestral forma de ser. No sabíamos si seríamos capaces de impedir que volviésemos a los enfrentamientos del pasado. Teníamos miedo a la sombra de Caín.
Por eso la Constitución de 1978 fue un gran logro histórico. Ante todo, significó un pacto tácito de todos los españoles para el respeto mutuo, el reconocimiento de los derechos y libertades, y la recíproca aceptación de las pluralidades culturales, políticas y territoriales, que necesariamente había que armonizar con los principios de unidad y solidaridad. Estos tres principios, la pluralidad, la unidad y la solidaridad, se nos presentaron como los tres cimientos constitucionales en que se había de basar nuestra convivencia. Pero, además, la Constitución se aprobó en un momento histórico muy significativo. En 1978, hacía 39 años que había terminado la Guerra Civil. Muchos de sus protagonistas seguían vivos. Algunos tenían las manos manchadas de sangre. Había lugares cuya simple mención evocaba espantosos crímenes: Badajoz o Víznar, Paracuellos del Jarama o el Puerto de la Cadena, sin ir más lejos. En 1978 teníamos que intentar superar el recuerdo de aquellas tragedias, y no dinamitar nuestra convivencia con un continuo intercambio de imputaciones, reproches y descalificaciones. ¿Se consiguió? No hubo borrón y cuenta nueva. Pero sí algo parecido, una especie de pacto de silencio: tú no me reprochas nada a mí, y, a cambio, yo no te reprocho nada a ti. No fue una amnistía mutua, porque no se exigió la amnesia. El pasado ni se puede ni se debe olvidar. Pero sí fue algo parecido a un perdón recíproco.
Siendo esto así, no es difícil concluir que se pone en riesgo a la democracia española cuando se quiere eludir la consideración de los principios en que se cimenta la Constitución, o el significado de su dimensión temporal e histórica. Cuando en 2017 los separatistas catalanes intentaron romper la unidad de España, pusieron en grave riesgo toda nuestra democracia. No supieron entender que, si se quebrantaba el principio de la unidad, estarían acabando también con la convivencia, la paz y la libertad. De ahí la gravedad de sus delitos.
Y también es un riesgo para la democracia cometer el grave error político de ignorar en 2022 el pacto de perdón mutuo que la Constitución significó. En 1978 se excluyó la posibilidad de revanchas de unos contra otros. Tras el pacto constitucional nadie era ni vencedor ni vencido, sino que todos éramos conquistadores de la paz.
Cuarenta y cuatro años después, sigue siendo delicado remover el pasado. Había una situación de lacerante injusticia que la ley de la Memoria Histórica de Zapatero trató de resolver. Los nacionales habían honrado a sus difuntos. Sin embargo, muchas víctimas del bando republicano, y de la represión de la posguerra, yacen aún en cunetas perdidas o en difusas fosas comunes. Había que facilitar que sus parientes encontrasen sus restos y les diesen digna sepultura. Pero quedaba un cabo suelto: los familiares de estas víctimas no pueden asumir los enormes gastos de localización e identificación de los restos de sus allegados. Había que reformar la ley, y dar el paso de que fuese el Estado el que asumiese estas tareas. Hasta aquí, casi todos los ciudadanos españoles estaríamos de acuerdo.
Sin embargo, todo lo demás que se incluye en el proyecto de Ley de Memoria Democrática no suscita tanto consenso. Adentrarnos más en el recuerdo del pasado es muy delicado. Los socios de Pedro Sánchez deberían entender que con este proyecto de ley están manejando material muy sensible. Que la Historia no se puede reescribir con una ley. Y que una ley no puede convertir en perdedores a los que hace 83 años fueron vencedores. Ni imponer en 2022 juicios éticos sobre el pasado. Y ni mucho menos establecer supuestas superioridades morales sobre los que, en aras de la convivencia, habían aceptado no remover el pasado. Pedro Sánchez debería prescindir de una vez de Podemos y de Bildu. Y hacerle caso, por ejemplo, a Felipe González, a quien este proyecto de ley, según sus propias palabras, no le suena bien.
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