De vez en cuando algún mandatario americano con problemas de credibilidad política en su país se descuelga con el viejo exabrupto de la culpa española ... y del victimismo colonial y se nos queda la eterna cara de verdugos de la que, al parecer, no vamos a poder desprendernos nunca en España.
Publicidad
Al margen de que ningún hecho pasado, por muy terrible que a todos nos parezca ahora, debe considerarse con los ojos del presente, yo siempre añadí el desatino histórico de juzgarnos justo a los que nunca estuvimos en aquellas latitudes ni por aquellos años ni contamos con ningún antepasado implicado en el conflicto; en cualquier caso los responsables, si hubiera alguno, serían los descendientes de aquellos monstruos españoles de finales del siglo XV y en adelante. No voy a admitir responsabilidad alguna en un hecho en el que nadie de mi familia estuvo y menos aún de parte de los que descienden de los primeros conquistadores.
Serían los López, los Martínez y los García de hoy, que residen allende los mares, cuyos apellidos los delatan a las claras, quienes deberían dar un paso al frente y admitir su pecado.
López Obrador pretende «pausar» las relaciones con España con alegatos tan peregrinos como el de que no quieren que les robemos ni desean ser tierra de conquistas, y de repente se empañan de nuevo las relaciones entre México y España, que es como decir que se empaña la historia, el concierto de este y de aquel lado del charco, unidos no ya por una misma religión, sino por una misma lengua con la que se ha construido una cultura vigorosa y brillante, una argamasa cultural de la que por cierto yo he aprendido tanto y con la que he disfrutado mucho. La literatura, tal vez la de mayor categoría, condición más excelsa y desarrollo más extraordinario que el pasado siglo XX pudo exhibir, una suerte de revolución de la palabra que aún hoy no hemos sido capaces de asimilar; la música, ese calor admirable que continúa tocándonos el corazón con sus sones acordados y que combina los ecos primigenios de la tierra, y la poesía occidental más acendrada, la pintura y la arquitectura que han sabido buscar en las raíces, componer las nuevas imágenes sin dejar de ser fieles al ritmo de los orígenes terrenales, del magma primero con el que se formó aquel continente.
Pero de vez en cuando nos sacan los colores con la vieja cantinela de que fuimos a su tierra a destruir sus culturas y sus razas ancestrales, sus modos de vida y sus tradiciones, como por cierto lo fueron haciendo con nosotros los distintos pueblos que nos invadieron o con los que hemos mantenido, por fortuna, vínculos históricos que solo nos han engrandecido y han hecho posible nuestra esencia y nuestra actualidad.
Publicidad
Lo paradójico es que no vamos a poder quitarnos nunca el estigma imperial del que tampoco supimos sacar el provecho adecuado y que nos abocó a una crisis histórica. Hemos ido saliendo poco a poco de este fango en el último medio siglo despacio y con infinidad de problemas, pero nos sigue avergonzando el hecho de que hace un puñado de siglos tuvimos el coraje de cruzar el océano ignoto y peligroso sobre el que se contaban terribles leyendas para buscar la aventura y la grandeza y encontrar el oro de la vida y de la gloria.
Somos un viejo imperio apaleado, reconozcámoslo, los culpables de siempre, los pupas, ni siquiera hemos podido aspirar a la condición, acaso abyecta pero firme, de matones de patio de colegio; a los que ya no les permiten romper así a las claras y con cierta dignidad las relaciones diplomáticas, sino apenas «pausar», signifique lo que signifique esa palabra, una vejación política como otra, al fin y al cabo. Una vergüenza, sin duda.
Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión