Incluso en tiempos de algarabía y confusión, es importante no perder de vista las cuestiones básicas. Los partidos políticos, y sus dirigentes, tienen que responder ... con claridad a dos preguntas fundamentales: primera, a quién corresponde el poder político; y, segunda, cómo ha de ejercerse el poder político en sus relaciones con la sociedad.
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En nuestro mundo occidental, ningún partido democrático discute que el poder político reside en el pueblo, y que se ejerce en nombre del pueblo por los distintos órganos que estructuran la organización social. Se gobierna en nombre del pueblo; se legisla en nombre el pueblo; y se imparte Justicia en nombre del pueblo. De vez en cuando, sin embargo, surge el debate sobre la legitimidad democrática de las instituciones. La decepción por el comportamiento de los políticos suele terminar en lo que llamamos la «desafección»; es decir, la falta de afecto y consideración de los ciudadanos a sus instituciones. La expresión 'no me representan' ha manifestado, muy recientemente, con ocasión de la crisis de 2008, un estado de ánimo colectivo de indignación y desencanto. En España, la crisis de la democracia representativa dio lugar al nacimiento de partidos que criticaban a los partidos clásicos y que pretendían acabar con lo que llamaban el 'régimen del 78'. Afortunadamente, el esplendor de estos populismos ya ha declinado. Y las aguas comienzan a volver al cauce razonable del bipartidismo.
Ahora bien, en cualquier caso, la crisis de la democracia representativa ha forzado a los partidos políticos clásicos a establecer mecanismos internos de participación, como las primarias. En mi opinión, sin embargo, no hemos terminado de dar pasos decisivos en la democratización interna de los partidos. Las cúpulas tienen demasiado poder a la hora de elaborar las listas. Imponen aquello de que 'el que se mueva, no sale en la foto'. Y abocan a la docilidad y al silencio, si no a la adulación, a los que aspiran a ser candidatos. Si de verdad queremos que nos representen los mejores, deberíamos reformar la ley electoral, y establecer distritos uninominales. Ganaría mucho en calidad la democracia representativa.
La segunda pregunta básica ha sido respondida de varias formas a lo largo de la historia de las democracias occidentales. Se trata de una cuestión muy profunda, pues consiste en determinar cómo deben ser las relaciones del poder político con la sociedad.
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Para el liberalismo, el poder debe intervenir lo menos posible. Es el dejar hacer, dejar pasar, el mundo funciona por sí mismo. Hay que respetar la propiedad privada como garantía de la libertad. De esta concepción liberal deriva la expresión de que «donde mejor está el dinero es en el bolsillo del contribuyente». De ahí el entusiasmo por rebajar impuestos de todos aquellos políticos que no han terminado de entender el verdadero sentido del liberalismo. Porque la gente liberal de toda la vida hace más de un siglo que hemos entendido que no se puede dejar todo a las leyes del mercado; que la mano invisible, de la que hablaba Adam Smith, no siempre permite alcanzar el bien común. El abstencionismo radical del poder político favorece distorsiones del mercado, competencia desleal, estructuras monopolísticas, injusticias y desigualdades sociales insostenibles. Por eso, en todo el mundo occidental, y, sin duda, por la influencia de la democracia cristiana, la derecha social ha atemperado sus planteamientos liberales. En España, nuestros políticos de derechas deberían asumir la defensa del Estado del bienestar: la mejor sanidad y la mejor educación han de ser las públicas; y las pensiones deben estar garantizadas por el Estado. La importancia de los grandes servicios públicos no puede medirse con criterios mercantilistas de rentabilidad. Y esto exige que el Estado intervenga en la vida social y económica, y que recaude impuestos, para poder financiar con suficiencia los grandes servicios públicos.
Por su parte, la socialdemocracia europea siempre ha defendido que el poder político intervenga en la actividad social y económica, para garantizar valores de dimensión ética como la solidaridad y la justicia. El problema de la socialdemocracia está siempre a su izquierda. Más allá de esa frontera, no se suelen respetar los principios básicos del liberalismo. En España, con nuestro desdichado Gobierno de coalición, lo vemos todos los días. Si se trata de limitar las rentas de los arrendamientos de las viviendas, o de acordar con los bancos medidas para reducir los costes hipotecarios, siempre hay una propuesta del PSOE y otra distinta de Podemos. Las del PSOE son moderadas y respetuosas con el derecho de propiedad. Las de Podemos siempre quieren ir más allá, con unos planteamientos confiscatorios e intervencionistas no compatibles con algunos principios y libertades. Así las cosas, el problema de Pedro Sánchez es que, con su coalición con Podemos, a veces está difuminando el perfil socialdemócrata del PSOE.
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Son estos tiempos electorales. De algarabía y confusión. Sin embargo, no es difícil de apreciar que, en el fondo de cada uno de los debates que cotidianamente nos ocupan, subyacen estas dos cuestiones básicas: a quién corresponde el poder y cómo ejercerlo.
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