Ayer Srebrenica, hoy Bucha
APUNTES DESDE LA BASTILLA ·
Tras deambular por la ciudad una hora lo encontré. Allí aparecieron sus más de ocho mil tumbas blancas y las fosas comunes circundantesDesde la ventana se veía la mezquita de Visegrad. Sucedió ahí, me dijo señalando con un dedo el minarete. Fue exactamente ahí. Se le entrecortaba ... la voz. Aquel hombre tendría mi edad y me estaba enseñando el apartamento en el que Mercedes y yo nos hospedaríamos durante una noche. No suelen venir muchos extranjeros a Visegrad, me confesó. Es un pueblo bosnio perdido en la frontera con Serbia. Lo conocí por la novela 'Un puente sobre el Drina', de Ivo Andric, y uno ya sabe a estas alturas que leer es viajar. O tal vez suceda al revés. El caso es que aquel chico era serbobosnio. Llevaba unas horas en la ciudad y solamente había visto serbios por la calle. Se escuchaba el repicar de las campanas pero la mezquita estaba cerrada. Sus altavoces no llamaban a la oración. En 1990, dos tercios de la población eran musulmanes. Veinte años después, la mayor parte de ellos están en el exilio o en el cementerio.
El chico era simpático. Me contó que todo lo que nosotros veíamos por la tele &ndashlos occidentales, los turistas&ndash era mentira. No había habido matanzas. No habían existido las limpiezas étnicas y las guerras de los Balcanes habían sido, en el peor de los casos, un conflicto normal, como los que hay en todo momento. Triste consuelo, pensé yo. Insistió en la idea de que muchas de las supuestas víctimas musulmanas, las que aparecían en los registros como asesinados y que tenían su tumba, vivían en Berlín, en Múnich, con subvenciones europeas y vacaciones pagadas. Todo se trataba de un grotesco montaje en el que la BBC y la televisión alemana habían invertido mucho. Querían saquear Bosnia, convertirla en una colonia, joder a Serbia y no dejarle su espacio natural.
Su voz era la indignación, pero también la derrota. Observó un instante la calle y me dijo, con la voz apagada, que también había visto el mal del otro lado. Del suyo. Cuando era un niño, desde esa misma ventana, contempló cómo unos paramilitares sacaban al imán y a varias personas de la mezquita. Les dispararon en la cabeza. Él lo presenció todo. Pero también mataron a amigos míos, dijo como si necesitase equilibrar la balanza en el último instante.
Durante ese día caminé por la ciudad estremecido. En las paredes había cicatrices de metralla, banderas serbias y ningún homenaje público a los muertos de aquellos días. Con la guerra de Bosnia yo desperté al mundo. Las primeras imágenes que vi por televisión fueron las de este conflicto: los ataúdes verdes en Bosnia, el bombardeo de Belgrado y la voladura del puente en Mostar. Dejando abajo el Drina, subimos al cementerio serbio. Los muertos también descansan separados. En las lápidas se han impreso fotografías de chavales sujetando kalashnikovs con orgullo. Los muertos de un bando, claro. La ciudad, mientras tanto, permanecía suspendida entre luces. Al día siguiente, antes de marcharme, visité el cementerio musulmán. Un pudoroso silencio recorría sus calles. Lo vi desde el otro lado de la valla. Estaba cerrado. No había familiares que cuidasen y velasen aquellas tumbas.
Todo sucedió delante de Europa, el continente civilizado y unido. Asistimos hace años a la función en directo por televisión, con nuestra ración de periódicos matutinos. Vimos a cámara lenta cómo se descomponía el mundo, cómo las incursiones bélicas cada vez eran más brutales. Los organismos internacionales no hicieron nada. Hablaron de paz, de imponer sanciones. La UE y la OTAN se reunían y lanzaban mensajes edulcorantes. Pero los nombres del Valle del Lasva, Foça, Tuzla y Srebrenica empezaron a hacerse un espacio en nuestra cotidianidad, indiferentes como las fotografías viejas. En Potocari paré para tomarme un café y preguntar dónde estaba Srebrenica. Nadie me contestó. Ese lugar no existía y el GPS no era claro. Tras deambular por la ciudad una hora lo encontré. Allí aparecieron sus más de ocho mil tumbas blancas y las fosas comunes circundantes. Una limpieza étnica cometida ante las tropas de la OTAN, incapaces de actuar, frente a los discursos de los Solana de turno.
Hoy el horror se llama Bucha. Y Bucha es Europa. Son las mismas imágenes: los niños tirados en la calle, como a punto de despertar de un sueño. Las mujeres con las manos atadas a las espaldas y una manicura que encierra el cromatismo de la guerra. Los hombres acunados en alcantarillas como despojos. Es la guerra en retirada, la consumación de la matanza cuando se ha perdido la razón. Las tropas rusas abandonan momentáneamente Ucrania y lo hacen dejando la pestilencia de la muerte a su paso. Y hay gente en nuestras calles que se cuestiona si todo esto no es un montaje, como aquel chico de Visegrad que me negaba Srebrenica. Europa, la OTAN, todos descubren desde la distancia qué es una guerra. Esperan, tal vez, a que se repita la historia. A que Bucha sea, en unos meses, Srebrenica.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión