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El aura de las ciudades

En todo este drama hay unos héroes anónimos, los guías turísticos

Lunes, 7 de octubre 2019, 22:41

Hay nombres monumentales. Son palabras que tienen tal contenido que emociona pronunciarlas y la evocación de los sentimientos, los hechos o las ciudades que viajan con ellas convierten su pronunciación en literatura. Uno de ellos es Maratón, que nos trae la batalla, el lugar y el sentimiento de libertad y orgullo de un pueblo. Hemos visto en fotos el túmulo que conmemora la batalla e imaginamos el entorno natural de pinos y carrascas, pero la realidad escribe torcido sin importarle lo que queramos o deseemos. El camino entre Atenas y Maratón es un infinito polígono industrial de 42 kilómetros y 195 metros, tal y como describe Haruki Murakami en 'En qué hablo cuando hablo de correr', probablemente su único libro pasable. Los lugares, aunque sean la historia materializada, cambian a veces de forma tan triste como ha cambiado Murcia en un siglo.

La filosofía suele ser el acto de responder con pequeños porqués a un ¿por qué? Enorme, pero a veces ocurre al revés. La idea del aura es común a muchas culturas, con distintos matices, pero universal en su esencia. Cuando Walter Benjamin publicó en 1936 'La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica' constató cómo la difusión masiva que la fotografía hacía que las obras de arte perdiesen su unicidad y originalidad, desapareciendo el aura. El cine, por el contrario, nacía ya sin aura, sin ese elemento artesanal que la obra única posee. Algunos edificios, indudablemente tienen aura, pero la situación es distinta por muchas razones. En el caso de las ciudades, tienen aura, claro, pero su pérdida es un proceso más complejo: ¿por qué han pedido el aura las ciudades?

Algunas son como las hemos visto en el cine. Nueva York está tan transitada por nuestra mirada de sábado noche en el sofá que lo único que sorprende a veces es la altura de los edificios o lo que no transmite el cine, como el olor de los perritos calientes, el frío en el puente de Brooklyn o la miseria, esta última por poco fotogénica. Aunque no, no es la difusión masiva de imágenes y películas lo que ha disuelto el aura de las ciudades, de hecho hay una reducida lista de ellas que superan lo esperado, como Constantinopla. Hoy pienso que nada podría hacer que esa megápolis mágica sea como es, pero también pensaba en 1982 que en el año 2000 habríamos acabado con el hambre y que en 2020 los coches volarían.

En otro tiempo muchas ciudades aplastaban emocionalmente al visitante. Cruzar el Ponte Vecchio de Florencia era como un rito iniciático, y entrar en algunos edificios podía hacerte desmayar, como Stendal en Santa Croce. Todo eso sigue pasando pero, por mucho que nos guste Florencia, cada vez es más difícil amar esa ciudad. En el centro se ha instalado Zara, H&M, Starbucks y todas las cadenas globalizadoras. Está bien, es lícito pero la implantación de las internacionales junto al as propias como Cavalli o Benetton ha hecho que pasear por algunas calles sea exactamente que hacerlo por las de Roma o Turín, Vigo o Niza.

Esa homogeneización es el primer paso en la desauratización de las ciudades. El segundo somos nosotros, que siempre creemos que somos viajeros, pero somos turistas a los que un avión lleva y otro trae. La masa de visitantes al Vaticano en la Vía della Concilizione es un tapiz impenetrable que transmite calor y dinero, los turistas somos ingresos y vida para las ciudades pero todo, hasta el dinero es malo en exceso. Esto se puede ver hoy en las Ramblas de Barcelona, donde miles de turistas han decidido llevar riñonera para que los carteristas lleguen mejor a fin de mes. Es un fenómeno nuevo porque nunca hemos viajado tanto, tal vez porque nunca hubo tanto dinero en el primer mundo, quizá los viajes nunca fueron tan baratos o, seguramente, nunca tanta gente deseó no morir sin ver París o Venecia, algo que debemos celebrar. A determinadas horas Venecia se inunda de gente con chancletas y calcetines que acaba dando vueltas a la Piazza de San Marcos, luego vuelven a su crucero. A veces no sé si estamos viajando o marcando muescas en nuestro revolver: en vez de muertos conseguidos, ciudades visitadas. Luego hay un factor que no es igual a todas las ciudades y es la conservación del patrimonio, pero este lo dejo por obvio y porque, siendo de Murcia, me encarnizaría, cosa que no quiero.

En todo este drama hay unos héroes anónimos, los guías turísticos. Son los que nos llevan de una parte a otra y se dejan la piel para que la muesca en el revolver y el selfie lleven implícitos la comprensión de la ciudad que visitamos. Hace días, desayunando en la Plaza del Rei, en Barcelona, me puse a escuchar a una de ellas. Carolina y yo amamos ese sitio, vamos desde críos, de hecho hasta hacíamos botelleo en su venerable escalinata. Aprendí mucho, la guía era muy buena y se esforzaba por dar algo más, para que aquellos tipos rubios amasen una milésima de lo que ella amaba esas piedras amontonadas que no son ni más ni menos que la historia materializada.

Ellos son los últimos defensores de ese aura que perdemos, son héroes contemporáneos que nos hacen entender mundos remotos, que hacen que seamos un poco menos turistas y más viajeros. Bravo, amigos.

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