Este año han muerto en el mundo unos 3,2 millones de personas por Covid. Es más que ninguna de las guerras convencionales y menos ... que las dos mundiales, pero es una cifra que ha normalizado la muerte en el entorno de todos a la manera de las grandes crisis epocales. En este tiempo nuevo el recuerdo de las cifras permanecerá como una estadística indolora, porque cuando los muertos son muchos no nos duelen, son un dato estadístico, y las estadísticas no tienen sentimientos. Nos duele cuando cada muerto tiene un nombre que conocimos. Nos duele un muerto, no cien mil.
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En la pantalla la sucesión de imágenes las priva de contenido. Es tan poco tiempo el dado a algo tan grave que la sensibilidad se nos va endureciendo, encallecida. La secuencia debe tener algún orden previo en la mente de un programador, es nuestro 'dealer' del dolor, el que nos suministra la dosis de actualidad cortada con adrenalina y drama.
Durante 16 segundos dan una noticia que se repetirá media hora después. En la imagen una chica india parece besar a una mujer mayor sobre una camilla. Le está haciendo el boca a boca. Es su madre y está muriendo de Covid por no disponer de oxígeno el hospital donde ha ido a parar. No tendrá 20 años y está aspirando el virus de los pulmones de su madre como intentando arrancar la muerte al precio que sea, de hecho sabe que se está contagiando, pero solo quiere que su madre siga viva, que sigan los besos y los días de sol, el cariño y las reprimendas, los juegos infantiles y la vida como la ha conocido. En el intervalo de un minuto Messi celebra una comida en su mansión de Barcelona. Ella no tiene nombre y desaparecerá de nuestra vida al día siguiente, Messi perdurará dándole patadas a una pelota.
Tan cerca como voy estando de los 50 años me pregunto si no es bastante con una vida como para desear otra
La vida está muy sobrevalorada. O no.
Hace unas semanas murió mi vecina del quinto. Era una mujer extrovertida a la que tuve cariño porque siempre me decía que estaba más gordo o que me había peinado mal. La pobre, si nunca me peino... Un día su hija estaba sacando sus cosas del apartamento. La miserable de la casera no le había dado ni una semana para el luto. Por la escalera y el ascensor bajaba una vida entera con dos hijos ya mayores que cumplían los trámites mientras ella había marchado. La hija me dijo que iban a dejar unos muebles, que si los quería ver y dije que sí, por supuesto. Pasaron los días y no me llamó, así que pensé que no lo haría. Me molestó, pero cuando ya no la esperaba me citó en el piso desmantelado.
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Allí había una maravillosa estantería de finales de los años 60 y le dije que me la llevaba. Pasé unas horas en aquella casa entre las cajas llenas de antigua vida en forma de cuentos, platos, fotos o aparatos obsoletos. Los residuos físicos de su vida yacían sin sentido alguno. Todo lo que un día fue un universo coherente de gustos, aficiones y necesidades, ahora eran objetos descontextualizados y sin sentido a un paso del mercadillo o las aceras del rastro. La estantería viajó a una casa que tenemos en la huerta y empezó la segunda vida de un objeto afortunado. Durante esta vida será parte de mi sistema de afectos, verá cómo crecen mis hijos y cómo tengo días buenos o malos. Cuando yo muera empezará otro viaje.
En casa me educaron en un cristianismo esencial en el que la otra vida era el verdadero objetivo, de manera que todo sufrimiento en este mundo estaba justificado con la recompensa del otro. Tan cerca como voy estando de los 50 años me pregunto, como Nacho Vegas, si no es bastante con una vida como para desear otra; que esto empiece otra vez. Es una pregunta que uno se hace en primavera, cuando los ánimos se agitan bajo los cielos grises y plomizos que alargan dolorosamente las noches acortando los días alegres. La vida es tan única que no sé si quiero volver a vivirla, sea en la forma que sea.
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Todo esto lo traigo, simplemente, para decir que la vida es muy complicada, tanto que no la he llegado a entender. La transito y la disfruto todo lo que puedo, siempre corro para no perderme nada. El día que todo se acabe dejaré una huella frágil y poco profunda que se perderá a lo largo de los días. Mis muebles pasarán de casa en casa, algunos a las de mis hijos, espero que Carolina me sobreviva y todo quede inmóvil, estático durante un tiempo. Si la biblioteca no se ha convertido en pública pasad por casa y llevaos un libro. Será bonito que conservéis algo mío y tal vez a Carolina le reconforte ese peregrinaje de cariño. Haré un ex libris para la ocasión con la fecha del óbito (me encanta esa palabra) y los libros que me hicieron lo que en vida fui participarán en otras batallas, en construir otros mundos.
La muerte es una cosa que nos pasa, que no podemos evitar casi nunca, como la vida que, citando a Paco León, es tan bonita que a veces parece de verdad.
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