Cuando era niña, una de mis mejores amigas quedó huérfana de madre. En realidad, quedó absolutamente huérfana, o, lo que es peor, bajo la tutela ... de la odiosa segunda esposa de su padre que trabajaba fuera de casa, de sol a sol, y cuando volvía al hogar estaba más pendiente de los agasajos culinarios y camastrales de su nueva mujer que de los lamentos de su hija, quien, por otra parte, tampoco se arriesgaba a mostrarlos abiertamente porque el padre volvía a desaparecer a las pocas horas y quedaba de nuevo bajo el despótico control de aquella mujer sin corazón.
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Las dos conocíamos los cuentos de princesas en los cuales las brujas de las madrastras las convertían en cenizosas criadas de la casa mientras hablaban a sus padres de lo holgazanas que se habían vuelto.
Jamás salía a la calle a jugar con el resto de las niñas, a no ser algún domingo que estuviera su padre en casa, lo que ocurría pocas veces. Sus manos estaban siempre enrojecidas y llenas de sabañones. Entonces ninguna de las dos teníamos lavadora en casa, pero, mientras que en la mía mi madre lavaba la ropa de todos, en la suya era ella quien lo hacía, o al menos lo intentaba con mayor o menor éxito. Recuerdo que me contaba, como una especie de muesca dolorosa en mi corazón, que para mayor martirio, su madrastra no volcaba en la pila el agua cuando ella iba a lavar, sino que, en invierno y solo en invierno, dejaba la pila de lavar llena de agua, preparada para el día siguiente. Mi amiga se veía obligada a romper el hielo con un martillo para poder meter la ropa sucia y lavarla restregando sus manecicas en ella.
Entonces era lo normal, las suegras odiaban intensamente a las nueras y estas a las suegras; y las madrastras odiaban a las hijas de sus maridos. Era como una especie de pacto tácito: si aportaban hijos de otro matrimonio anterior (solían ser apaños entre viudos) la tortura que sufrían los hijastros era digna de ser recogida en un manual; y si no habían logrado ser madres, descargaban en los frágiles e infantiles cuerpos, además de su odio, la frustración. Mi amiga soñaba con mil y una maneras de escapar de aquel infierno. Al final, por ignorancia, por desesperación o por esperanza, quedó embarazada con apenas catorce años y salió de su casa para marchar a la de su suegra, o, lo que es lo mismo, salió de la sartén para caer en el fuego.
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Aunque por estas tierras no ha llovido mucho desde entonces, sí que han cambiado mucho las relaciones entre unas y otras, como todos los extremos, el péndulo ha virado hasta la parte contraria en donde las madrastras, o una especie de figura diluida de ella, han pasado a ser víctimas de los hijos de sus maridos o nuevas parejas.
La figura de la madrastra ha evolucionado significativamente en los últimos decenios. Las madrastras modernas suelen ser mujeres que, lejos de encarnar el estereotipo alimentado por cuentos de hadas, se esfuerzan por construir relaciones positivas y de apoyo con los hijos de sus parejas. Sin embargo, esta tarea no es sencilla. Uno de los mayores retos que enfrentan es encontrar el equilibrio adecuado entre ser una figura de apoyo y autoridad sin cruzar los límites que podrían generar conflictos. Establecer límites y participar en la educación de los hijos de sus parejas puede ser una tarea delicada y llena de tensiones. Los niños pueden resistirse a aceptar la autoridad de una persona que no es su madre biológica, y los propios padres pueden tener dificultades para definir el papel de la madrastra en la familia.
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Además, las madrastras actuales a menudo se sienten víctimas de prejuicios y expectativas poco realistas. La sociedad puede juzgarlas severamente, esperando que se adapten instantáneamente y sin problemas a su nuevo rol. Las comparaciones con las madres biológicas y la presión para ser perfectas pueden generar una carga emocional significativa.
Los niños de hoy en día tienen la suerte de contar con madrastras que se esfuerzan por ser figuras amorosas en sus vidas, brindándoles apoyo y cariño. Pero me niego a olvidar, quizá como un tributo a la resistencia de mi amiga, el dolor y el sufrimiento que vivieron aquellos niños que tuvieron la desdicha de vivir la peor parte de los cuentos de hadas.
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