Mi sabia abuela, hija del inicio del mil novecientos, mantenía la férrea idea de que las mujeres debían llegar vírgenes al matrimonio. Aunque aceptaba de ... mala gana que «los asuntos de la entrepierna –ella usaba otro término– no tienen enmienda». Su educación religiosa, como la de cualquier muchacha de su tiempo, el miedo al qué dirán y una férula moral más rígida que la de un general prusiano, la hacía repetir aquello de que «la honra de una muchacha es tan frágil como tirar un jarro de agua a la calle; una vez lanzada, es imposible recogerla».
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No quiero ni imaginar las perlas que saldrían por su boca si levantara la cabeza hoy en día y viera que las enfermedades de transmisión sexual están tan disparadas entre adolescentes de catorce a dieciséis años que hasta el Ministerio de Sanidad está proyectando una supermegacampaña. Pero no para decirles que son unos críos demasiado precoces como para meterse bajo las sábanas, aunque ahora cualquier banco de jardín o puerta de casa hace el papel, sino para repartirles condones a granel, como si fueran caramelos en una cabalgata. No vaya a ser que las criaturas, con tanto ajetreo hormonal, tengan que molestarse en ir a la farmacia.
Y que conste: no se trata de moralina barata. Que ni todas las vírgenes eran santas, ni todas lo hacían por convicción, sino por puritico miedo a las represalias y hasta a la exclusión social. Todavía recuerdo cómo me impresionó (yo era una niña de unos diez años) cuando unos vecinos, al caer una tarde de verano, echaron a su hija a la calle, cuando más vecindario había en las puertas tomando el fresco, porque la muchacha había quedado preñá. La repudiaron públicamente y la lanzaron fuera del hogar con unas pocas ropas arrojadas desde una ventana. Jamás olvidaré el llanto desconsolado de aquella pobre chica de la que nunca más se supo en el pueblo. Algunas mujeres decían que se había marchado a Valencia, «a una casa de putas». Lo decían así, sin caridad alguna. Ah, también su novio la despreció. Si se había acostado con él, también pudo haberlo hecho con cualquier otro.
Y de aquellas barbaridades hemos pasado al otro extremo, no menos preocupante. Vivimos en una sociedad donde todo debe ser rápido, fácil y placentero. Pero nadie habla del vacío emocional, de la banalización del cuerpo, ni de la desconexión afectiva que estamos sembrando en una generación que lo ha visto todo antes de cumplir los diecisiete. La sobreexposición, la falta de referentes sólidos y el discurso de que «todo está bien mientras sea consentido», han creado un caldo de cultivo perfecto para la epidemia silenciosa de sífilis y gonorrea, y de relaciones desechables.
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Porque no se trata solo de repartir preservativos como si fueran tarjetas de fidelización del supermercado. Se trata de formar a nuestros jóvenes en valores. En el valor del respeto, primero hacia uno mismo y luego hacia el otro. En entender que el cuerpo no es una máquina expendedora de placer, sino una extensión del alma, si es que aún nos atrevemos a usar esa palabra sin que suene a cursilería. Se trata de enseñarles que la intimidad no es un logro de fin de semana ni una prueba de valentía social, sino un lenguaje profundo que se aprende con el tiempo, la madurez y, sobre todo, con responsabilidad.
La promiscuidad precoz no es sinónimo de libertad, aunque muchos quieran venderla como tal. Libertad es poder elegir con conciencia, no dejarse llevar por una corriente que convierte la sexualidad en otro producto de consumo rápido. No es puritanismo, es sentido común.
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Así que sí, no quiero imaginar lo que diría mi abuela, aunque insistiría en que las cosas de la entrepierna –con jota– no tienen enmienda. Pero coincidiría conmigo en que lo que falta no es tanto un camión de preservativos, sino un mucho de sensatez, de reflexión y de una educación que vaya más allá de lo físico. Porque si educamos solamente para evitar embarazos o enfermedades, y no para formar personas íntegras, entonces lo que estamos haciendo no es cuidar a nuestros jóvenes, sino simplemente dejarlos caer con una red de látex. Y para ello..., mejor plastificárselas, así no pierden el tiempo en colocarse el preservativo.
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