En mi adolescencia circulaba entre las chicas, traicionadas por sus novietes, un chiste en el que se preguntaba cuál era la diferencia entre disolución y ... solución, para terminar diciendo que disolución era cuando se metía a un traidorzuelo en ácido fluorhídrico y solución era meterlos a todos ahí.
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Desde luego, como solución, dado el altísimo índice de traiciones cuerniles (de cuernos), sería un desastre total o casi la extinción de la humanidad. Otra cosa son las disoluciones, no químicas, precisamente, sino de convivencia amorosa.
No es ninguna sorpresa la cantidad de parejas que disuelven su convivencia o su amor en el ácido más corrosivo ―el del odio― cada día, cada hora y hasta cada segundo, pero la mayoría son anónimas. Otro cantar es cuando saltan a las páginas de las revistas rupturas que van desde la de Carlos de Inglaterra y Camila hasta la de Irene Rosales y Paquirrín, pasando por la de los Javis.
Qué tiempos en los que el Príncipe de Gales, casado con la princesa Diana, anhelaba ser un támpax para estar todo el tiempo metido embutido en el sexo de Camila, su amante. O cuando veíamos a una abnegada e incomprensible Irene cortarle las uñas de los pies a Kiko. O a los Javis besarse apasionadamente tras los éxitos obtenidos por sus series televisivas. Cuando repaso la hemeroteca y veo todas las fotos de estas y otras tantísimas parejas a las que, más que rompérsele el amor, se les trituró sin posibilidad alguna de medio arreglárselo con una prótesis de recuerdos que les permitiera recomenzar, pienso en la enorme fragilidad de todo lo que creemos sólido mientras lo estamos viviendo. Porque si algo enseñan estas rupturas -las anónimas y las de portada- es que nadie está vacunado contra la traición, el cansancio, el desencanto o la pura incompatibilidad que se revela tarde, cuando ya hay hijos, hipoteca, perro y padres y suegros involucrados.
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Las separaciones de estas parejas, convertidas, cada una a su manera, en espectáculo, diseccionadas como si fueran ranas en una clase de biología, producen esa tristeza amarga de ver roto lo que parecía destinado a perdurar. Y lo más triste: al margen de la notoriedad de las tres rupturas que han ocupado estos días los programas y revistas del corazón, es que todas comparten un adiós que nunca es limpio. Siempre queda una arista, un reproche sin decir, un mensaje sin enviar y una promesa que ya no tiene dónde colocarse. Ninguna ruptura es aséptica; siempre hay un templo que se derrumba, aunque por fuera parezca sólo un andamio desmontándose. Los famosos, con su parafernalia, sólo amplifican lo que cualquiera conoce íntimamente: que cuando el amor se rompe, suena igual que cuando se estampa un vaso en los suelos de cualquier casa.
Quizá por eso nos atraigan tanto estas noticias de separaciones célebres: porque ―muy― en el fondo funcionan como espejos de nuestras propias fracturas. Leemos los detalles: si hubo cuernos, enfado, distancia emocional, terceras personas o simplemente aburrimiento, para tratar de entender aquello que tampoco supimos evitar en nuestra vida. Y aunque parezca morboso, en realidad es humano: buscamos consuelo en que incluso los que parecen tenerlo todo también pierden lo esencial.
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Cuántas veces ―¡cuántas!― habré escuchado el comentario de que era incomprensible que Carlos de Inglaterra estuviera enamorado de Camila, «con ese rostro tan equino», comparado con la serena belleza de Diana de Gales, rechazada y humillada públicamente por su marido… O cómo era posible que «una chica tan mona como Irene» aguantara las traiciones que le infligía de continuo Kiko Rivera… Quizá el amor resulta tan incomprensible como ese poso amargo del desamor. Quiero pensar que las rupturas, más allá del dolor que provocan, son la prueba de que hubo algo lo bastante grande como para doler. Y eso, mal que nos pese, es también una forma en la que el amor deja su huella.
Quizá esa sea la verdadera solución, no la del chiste de mi adolescencia, sino la del adulto que ya ha recogido algún que otro corazón astillado: aceptar, por doloroso que resulte, que el amor no siempre se salva, pero que amar, aun siendo traicionados, nos salva siempre.
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