Pocos saben de la existencia de un personaje llamado José de Arteche –nacido en Azpeitia, Guipúzcoa–, que vivió entre 1906 y 1971. Su vida, al ... margen de algunos destacados acontecimientos, no tuvo gran importancia ni ocupa un lugar relevante en los libros de Literatura ni en los de Historia. Su familia regentaba la prestigiosa Fonda de Arteche, de la que fueron huéspedes, en alguna ocasión, personajes como doña Isabel de Borbón, la hermana de Alfonso XII, o Galdós.
Publicidad
Arteche, firme defensor del euskera, fue un convencido vascófilo, católico existencial y militante del PNV, además de brillante articulista en las páginas de ABC y El Correo. En sus mejores tiempos, organizó tertulias a las que asistieron Ortega y Gasset, el escultor Oteiza y don Gregorio Marañón. Escribió unos cuantos libros, de los que ya casi nadie se acuerda y que ni siquiera han sido reeditados. Uno de ellos, dedicado a Lope de Aguirre, el conquistador que plantó cara al mismísimo rey y que, alentado por su locura, se declaró soberano en tierras americanas para poder obrar por su cuenta, pagando tal osadía con su cabeza.
Pero el libro de Arteche que más llama la atención, publicado en 1970 y del que no se ha vuelto a tener noticias, es el titulado 'El abrazo de los muertos', que es un diario, escrito entre 1936 y 1939, con lo que es fácil deducir su contenido. Mucho antes de que se promulgara la polémica Ley de Memoria Histórica, que me ha tocado explicarla una docena de veces en universidades extranjeras, ya existía entre escritores, directores de cine, artistas plásticos e intelectuales un renacido deseo de llevar a cabo una revisión de la Guerra Civil española, que tanto ha llamado la atención dentro y fuera de España.
En su libro reconoce que, al final, los hombres no se reconcilian sino en la muerte
Arteche aporta una documentación de primera mano, escrita por un testigo que vivió la contienda en primera fila, al pie del cañón. Son notas, como él mismo indica, que fueron tomadas «con miedo y sobresalto». Notas que se convirtieron en su mejor terapia para intentar liberarse del horror que le perseguía desde aquellos tiempos en el frente. Procedió como Gutiérrez-Solana, que pintaba, una y otra vez, cuadros en donde plasmaba la imagen de la Muerte con el fin de olvidarse de ella.
Publicidad
El documento resulta emocionante, conmovedor. Aunque, como se sabe, no hay como estar en la guerra para no enterarse de la guerra. En estas páginas salen a relucir ciertas imágenes que Arteche retuvo largamente en su retina: los piojos, la quema de libros, los carros de la carne (camiones que evacúan los cadáveres), el frío o el calor espantosos, el hambre, los caballos heridos, que son rematados, el crepitar de las ametralladoras, los niños de los pueblos, que juegan a «afusilarse». Y los muertos. Como aquel muchacho al que observa con los «brazos en cruz, cara a la lluvia, con la boca abierta como una caverna». Tampoco faltan las escenas de humor, de humor negro –el humor más castizamente español–, y las imágenes berlanguianas, en el fragor de la batalla, de extremada ternura, como cuando los nacionales aportaban el tabaco y los rojos el papel de fumar, entre cañonazo y cañonazo. Arteche cuenta el caso de aquel miliciano que, tras ser fusilado por un pelotón de las tropas franquistas, al quedar mal herido, se incorporó como pudo y le imploró al comandante: «¿Quiere usted mandar que terminen de matarme?».
José de Arteche fue un hombre que, de acuerdo con sus ideales, abogó por una inmediata reconciliación entre unos y otros tras la guerra. En las notas que escribe en su diario, correspondientes al 10 de noviembre de 1936, propone, con convencimiento y firmeza, el acercamiento entre los dos bandos. Si bien, en ocasiones, deja patente su desazón al expresar que, en España, las diferencias solo se ventilan a tiro limpio. De ahí el título de su libro, en donde reconoce que, al final, los hombres no se reconcilian sino en la muerte.
Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión