Cuando uno ve fotos viejas del Mar Menor, le parece estar viendo otro mundo. Son imágenes en blanco y negro, ribeteadas de manchas que el ... tiempo no ha vuelto feas, sino nobles, con esa calidad distinta de lo antiguo, y son imágenes diáfanas. Tienen grandes espacios rasos, calvos de ladrillo, y están tan lejos de las de hoy, tropezadas de edificios como sarpullidos, que no parece que sean del mismo sitio. Las de La Manga, en concreto, impresionan. Solo se ve una culebra de arena rodeada de agua y huérfana de ciudad, sin cemento ni asfalto ni nada que se le parezca. Y lo peor no es lo que se ve, sino lo que se siente. Los que nos hemos bañado ahí en los 80 sabemos que daba gusto meterse lejos sin que el agua te cubriera, porque, estuvieras donde estuvieras, el agua estaba clara, como si el mar fuese de aire en vez de agua. Metías la mano y la veías. Y daba gusto pescar con botes y miga de pan, esperando a que entrara un pez, porque se veía el momento en que este entraba y tabicabas el bote con la mano sin miedo a que te quedara dentro un pescado emponzoñado. También sabemos que te metías sin miedo de darte un tragantón y no poder contarlo. Yo mismo me he dado unos cuantos y no me he vuelto verde. Sí, parece mentira, pero el Mar Menor daba gusto, no daba asco.
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Así lo verificaba entonces la oficialidad de las banderas azules. Hoy, por cierto, no hay ninguna, todo eso ha muerto. Aquel espacio edénico es ahora un paraíso mellado, atestado de algas, medusas y espumas como espumarajos. Y claro, uno escucha a los políticos de aquí diciendo todo lo que están haciendo y lo poco que hacen los otros; y luego escucha a los de Madrid diciendo todo lo que hacen ellos y lo poco que hacen los otros, y no puede dejar de sentir vergüenza ajena. Qué buenos son todos. ¿Caín y Abel? No, Abel y Abel parecen, aquí no hay Caínes. Pero aquel Mar Menor tardará mucho en volver, si vuelve. Solo ahora parece que empiezan a hacer algo, pero el acuífero está ya tan colmatado que tardará mucho en restablecerse.
Es inevitable que dé pena. Recuerdo –esto ya lo he contado– que un día aquellos de pesca, mientras buceaba, vi venir hacia mí una boñiga flotando. Sí, alguien se había cagado en el Mar Menor y, claro, me dio mucho asco, pero al menos la pude evitar. Hoy me la hubiera comido por una razón sencilla: con la sopa verde no la habría visto hasta tenerla encima.
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