Una lorquina que sufrió una bestial agresión machista relata su lucha cotidiana por remontar el vuelo
«Mi hijo dice que me pegó el coco», confiesa María, quien fue salvajemente agredida en 2017 por su expareja
Dice que no. Que no. Y que no. Que no es fuerte. Que no es valiente. Que no tiene coraje.
Pero sigue en pie, viva, ... palpitante, aunque un salvaje la arrastró hace tres años hasta la orilla de la laguna Estigia y ella llegó a escuchar, muy cerca, entre la bruma, los reniegos del flaco barquero.
Pero espanta sus muchos miedos y sus recurrentes pesadillas y da la cara, lacerada, sufriente, la que el cobarde le quebró en mil pedazos y desgarró en mil heridas una noche de hace cuatro años.
Pero cada mañana se obliga a erguirse y se echa a caminar, tozuda, implacable, aunque la vida parece a ratos empeñada en seguir metiéndole piedras en la insoportable mochila que arrastra.
Que no, que no y que no. «Ni soy fuerte, ni valiente, ni corajuda», insiste. Pero al periodista, que ha conocido a muchas personas con méritos sobrados para ser integradas en tales categorías, le cuesta recordar a una sola que siquiera se le iguale.
«Ángel era amable y cariñoso. Pero pronto empezó a mostrarse muy celoso. Tenía celos tontos hasta de mi padre y de mi cuñado»
Primer acto: La conquista
«Era amable y cariñoso»
Ángel entró en la vida de María a finales de 2016. Este cordobés de poco más de 40 años, alto y fuerte, con un matrimonio frustrado a sus espaldas, se había instalado en Lorca poco antes. Allí se ganaba la vida como empleado de la feria. «Vivía cerca y empezamos a salir. Se portaba muy bien conmigo. Era amable y cariñoso. Pero pronto empezó a mostrarse muy celoso. Tenía celos tontos de todo el mundo, hasta de mi padre y de mi cuñado. Si le ponía el ventilador a mi padre, me lo reprochaba. '¿Por qué a él y no a mí?', se enfadaba. Eso me puso en alerta. Empecé a preocuparme, aunque nunca se mostró violento, ni me amenazó, ni me levantó la mano».
Segundo acto: La ruptura
«'Gobiérnatelo' como quieras»
Estaban pasando las vacaciones en Águilas, en la casa de veraneo de la familia, cuando María cortó el frágil vínculo que todavía les unía. El cariño se había acabado diluyendo en el ácido de los reproches. «'Gobiérnatelo' como quieras, pero esto se ha terminado», le hizo saber. Ella se quedó en la casa de la playa. Él se instaló en la vivienda de Lorca, donde también residía el padre de la que hasta ese momento había sido su compañera. «Le dimos unos días para que se buscara un sitio donde vivir, pero estuvimos dos meses así, sin cambios, hasta que llegó septiembre. Yo tenía que llevar al niño al colegio -tiene un hijo con síndrome de Down, fruto de una relación anterior- y le dije que tenía que marcharse ya. Se lo tomó mal y ni siquiera me quería devolver el coche», rememora la mujer.
Un día, al retornar al domicilio, Ángel había recogido sus cosas y había dejado tirada en la cocina la llave de la casa. Ella nunca imaginó que podría haberse guardado una copia.
«Los médicos hicieron pasar a mis familiares para que se despidieran de mí, porque pensaban que era casi imposible que lograra sobrevivir»
Tercer acto: El crimen
Un monstruo de rostro informe
Afirma María que su exnovio no se resignó de buena gana a perderla. Que la llamaba a menudo y en un creciente tono de agresividad. «Tengo que verte», le repetía. Un día le envió un mensaje vía WhatsApp para advertirle de que le iba a mandar una visita. «Prepárate», le dijo.
El miedo, como un tumor maligno, había anidado y engordaba a cada instante en el ánimo de María. Empezó a costarle salir de casa. Comenzó a girar la cabeza con disimulo para vigilar su espalda. Se sorprendía a sí misma buscando el rostro de Ángel entre los desconocidos rostros de los viandantes.
La tarde del último domingo de Feria, 24 de septiembre, la pasó junto a su hijo en la casa de una sobrina, jugando al bingo. Ya entrada la noche vieron el castillo de fuegos artificiales que marcaba el fin de la fiesta y retornaron a su domicilio, donde no tardaron en acostarse. «Le dejé una nota a mi padre, pidiéndole que me despertara antes de las ocho de la mañana, porque había dejado el coche apartado en una zona de obras y temía que se lo llevara la grúa», explica.
Como siempre hacía, su progenitor madrugó como el mirlo y se echó a la calle a las seis de la mañana, en busca del primer café y la primera y ensoñada tertulia de la jornada. Una circunstancia que Ángel conocía sobradamente, pues no en vano había residido nueve meses en esa casa, y que en apariencia aprovechó para dar forma a su salvaje propósito.
Según todas las pruebas recabadas por la Policía Nacional y conforme relata el juez instructor en su auto de procesamiento, el hombre accedió al inmueble usando una copia de la llave. Llevaba el rostro tapado por una especie de pasamontañas, cubría sus manos con guantes e iba pertrechado de un pesado adoquín tomado de una obra cercana. Sin concederle presuntamente opción alguna de defensa, se habría abalanzado sobre María, quien dormía profundamente junto a su hijo, y comenzado a golpearla en la cabeza y en el rostro con violencia salvaje.
La frágil reacción de la mujer, de la que dan cuenta las múltiples fracturas que sufrió en sus manos, destrozadas por los impactos de la losa, no evitó que su sangre se extendiera en regueros por el techo y las paredes y acabara empapando hasta el colchón sobre el que su agresor pretendía darle descanso eterno.
Brutalmente sacudido de su sueño por el ataque, el pequeño abrió los ojos para toparse con un monstruo de rostro informe que hacía brotar estelas púrpuras de la cabeza de su madre. Su mente inocente concibió una explicación plausible para aquel horror, que aún hoy repite entre inequívocos gestos: «El coco le pegó así a mi mamá con un cuchillo».
«Me llamaba para decir que tenía que verme. Un día me mandó un mensaje para amenazarme con que me iba a mandar una visita. 'Prepárate', me dijo»
Cuarto acto: La despedida
No pensaron que sobreviviría
El coco, el diablo, el bárbaro..., lo que aquel hombre encarnase en ese momento, dejó de golpearla cuando se convenció de que había muerto. Lo absurdo, claro, era imaginar lo contrario.
María se encontraba vestida y con los zapatos puestos, aunque desplomada e inconsciente sobre la cama, cuando su padre retornó a casa y se dispuso a cumplir con el mandato de despertarla. Aún nadie sabe cómo, pero lo cierto es que, con la cabeza abierta por todos sitios e innumerables fracturas craneales, aún había logrado de manera mecánica ponerse en pie, vestirse y hasta calzarse, para recorrer la casa en busca de un socorro que no existía.
Nada de eso recuerda la mujer, en cuya mente solo queda un agujero negro de ese tiempo inaprensible en el que se aferró a la vida con uñas y dientes. Su padre le contó más tarde que había logrado incorporarla, aferrándola por un brazo, y que había tomado al pequeño contra su pecho. De esa manera, tambaleándose todos ellos por las calles como los supervivientes de algún desconocido cataclismo, lograron alcanzar el coche y llegar hasta el hospital Rafael Méndez. «Me sacudían las convulsiones y ya no me salía el aliento, según me dijo mi padre. También me explicó que me raparon todo el pelo y que empezaron a ponerme grapas en la cabeza para cerrarme las brechas e impedir que me desangrara del todo. Y que después hicieron pasar a todos mis familiares para que se despidieran de mí, porque pensaban que era casi imposible que fuera a sobrevivir».
La acusación particular reclama veinte años de prisión contra Ángel R. P. por un presunto delito de tentativa de asesinato
Su memoria guarda un flash de cierta lucidez, ya en el hospital Virgen de la Arrixaca, al que fue trasladada en ambulancia, cuando comenzaron a darle gruesas puntadas en el rostro. «Veía las manos del sanitario y la aguja entrando y saliendo. Cuando llevaba dos puntos le supliqué: «'Por favor, para ya. ¿Cuánto te queda?' Me dijo que ya casi había acabado -mentía, pues todavía le quedaban decenas de puntadas que asestarle- y yo me desmayé».
Sobrevivió. Lo hizo después de 22 días hospitalizada, durante los cuales su madre mantuvo el espejo del baño tapado con una toalla para evitar que tuviera que afrontar la espantosa visión de su rostro, desfigurado por los costurones, la hinchazón, los hematomas, y de una boca privada hasta del último de sus dientes.
Sobrevivió. Lo hizo tras afrontar una intervención quirúrgica de ocho horas en la que los médicos emplearon 168 placas metálicas, con sus correspondientes tornillos, para alcanzar a reconstruirle el rostro.
Sobrevivió. Lo hizo pese a la angustia, a las pesadillas y al miedo primitivo y cerval que le recorría la médula espinal, como un frío latigazo, cada vez que algo o alguien evocaba al hombre.
Más que una cifra
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442 mujeres son víctimas cada día de la violencia de género en España, según los datos del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Este año, hasta el 30 de septiembre, 121.529 mujeres habían presentado denuncia por malos tratos, 5.060 de ellas en la Región de Murcia.
Quinto acto: La investigación
Ropas salpicadas de sangre
Desde el primer instante, Ángel se convirtió en el principal sospechoso. En el único sospechoso. Hasta el punto de que la hermana de María, que le había conseguido un empleo en una finca agrícola de Pulpí (Almería), apenas había sido informada del ataque cuando ya estaba telefoneando a un amigo suyo, encargado de la explotación. «¿Ángel ha llegado tarde al trabajo esta mañana?», le interpeló. Tras recibir la respuesta afirmativa, la muchacha relató lo que le había ocurrido a María y el responsable de los invernaderos no necesitó de mayores análisis. «Voy a llamar a una patrulla para que lo detengan», le hizo saber.
Ya en las dependencias de la Policía Nacional, el sospechoso negó cualquier relación con el ataque. Pero los agentes no tardaron en averiguar que la noche antes del asalto había pedido a un vecino de Pulpí que lo acercara hasta Lorca, donde lo dejó a las puertas de un hotel. Y que le había dicho a un compañero del tajo, con el que compartía coche, que a la mañana siguiente no lo esperara, pues llegaría tarde. Aunque le rogó, eso sí, que dijera «que habían llegado como siempre y a su hora».
En las grabaciones de las cámaras de seguridad del hotel se veía a Ángel entrando y saliendo, vestido con un vaquero y una sudadera con una franja de color más claro, hasta que a las seis de la madrugada se marchó con un gorro oscuro en la cabeza.
Los policías judiciales también dieron con un taxista que reconoció haber trasladado al sospechoso hasta la localidad almeriense de Antas, después de haberlo recogido en la avenida de Europa de Lorca. Había iniciado ese servicio a las 7.10 horas, lo que sitúa perfectamente la franja temporal de la agresión.
Los indicios eran muy numerosos, pero en esos primeros momentos aún no eran suficientes, a juicio de los investigadores, para señalarle sin temor a equivocarse. «Igual lo tenemos que soltar», advirtió un agente a la hermana de María.
En esa tesitura estaban cuando un trabajador de la explotación agrícola vio asomar las asas de una bolsa en una canaleta de un invernadero: el mismo en el que trabajaba Ángel cuando fue arrestado. La cogió, la abrió y atisbó unas ropas manchadas de sangre -un gorro, un vaquero y una sudadera con una franja más clara-, un móvil -el de María, que le había sido arrebatado- y un cargador. El hallazgo dio un espaldarazo decisivo a la investigación, que acabó por consolidarse definitivamente cuando se confirmó que una huella dactilar, dejada en la puerta de entrada a la vivienda, pertenecía al sospechoso, y que las fibras obtenidas bajo las uñas de María se correspondían con el tejido de ese vaquero y esa sudadera.
El caso, pese a la reiterada negativa de Ángel a admitir cualquier intervención en el ataque, estaba listo para ir a juicio.
«No firmaré un acuerdo. Lo tengo claro y así se lo he dicho mi abogado. Me lo debo a mí, a mi hijo y a todas las mujeres que han sufrido malos tratos»
Sexto y último acto: La justicia
Con una desafiante sonrisa
María necesita justicia. Es mucho más que un deseo, que una reivindicación, que una exigencia. Es una necesidad vital. Lo sintió así el jueves, día 9, cuando fue citada por la Audiencia Provincial con el fin de analizar la posibilidad de alcanzar un acuerdo entre las partes y que se cerrara una sentencia por conformidad, y Ángel, ahora en libertad condicional, pasó andando frente a ella, con gesto altanero y una desafiante sonrisa a la que ella atribuyó por igual la condición de burla y de amenaza.
Entonces supo que jamás firmaría acuerdo alguno, que no aceptaría rebaja alguna, que iría hasta el final y lo más lejos que le permitan la ley y la justicia, y así se lo ha transmitido a su abogado, Melecio Castaño. «Me lo debo a mí, a mi hijo y a todas las mujeres a las que han maltratado».
Y jura que lo hará pese a que se siente débil, a que tiene miedo, a que son muchas las ocasiones en que siente que le falta el coraje.
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