El Cid, durante una de sus faenas.

El Cid se estrella

La aventura de matar como único espada seis toros de Victorino se torna en desdichada odisea

BARQUERITO

Viernes, 5 de junio 2015, 23:10

Muy elegantemente vestido de nazareno y oro, El Cid asomó a las siete y poco por la puerta de cuadrillas al frente de sus tropas y las asistencias. La ovación de saludo se dejó oír a modo. Único espada, seis toros de Victorino. Rotas las filas, la ovación se reprodujo multiplicada y El Cid tuvo que salir al tercio y corresponder montera en mano. Fueron casi las únicas palmas que pudo escuchar a lo largo de una tarde que del cuarto toro en adelante se vivió más como un naufragio que como una odisea de final feliz.

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Dos brindis -el del primer toro a gente amiga del tendido 7 y el del tercero al público- se subrayaron con aplausos. Y algunos detalles, muy contados, de la primera de esas dos faenas brindadas. El único de los seis trasteos seguidos y atendidos con un silencio de gala y en clima expectante. De las dos cláusulas obligadas de una corrida de único espada -la brevedad y la variedad-, El Cid solo cumplió con la primera, pero a la fuerza.

Los tres últimos toros de una desigual corrida de Victorino aprendieron, se enteraron, se frenaron, defendieron y revolvieron, se apoyaron en las manos y arrearon estopa. Ninguno de ellos sacó siquiera la listeza ni el instinto predador de peligrosos victorinos que Francisco Ruiz Miguel bautizó hace cuarenta años como "alimañas". Puestos por delante, con la antena en el bulto y no en el engaño, la cara arriba y la mirada desparramada. Habría bastado con que El Cid abreviara en el más noble y taurino sentido del término. Toreo sobre las piernas, de castigo, tres faenas de aliño y recursos.

Solo que antes de abrirse la caja de los truenos de esos últimos toros, ya había dado El Cid muestras de cuánto y cómo le pesaba la tarde. Los toros de trato, los tres primeros, habían agotado el cupo y reservas de frescura imprescindibles para afrontar un empeño tan arduo que al arrastre del cuarto parecía misión imposible. La cosa vista para sentencia. Es probable que ni el ganadero ni el torero de Salteras contaran con que el trago más amargo fuera el último.

Dos tragos o tres, esos tres toros que fueron los de mayor calibre y cuajo. Con el último El Cid llegó a perder los papeles. No había más idea que la de protegerse encima del toro y al hilo, y se estuvo mascando la cornada. El ambiente primero casi de fiesta se había tornado hostil, con la excepción de los fieles a la causa. Durante el tercio de banderillas del cuarto -el toro, a la espera y cortando- se desató una gresca en toda regla. La resaca de la bronca estuvo latiendo hasta el arrastre del sexto. Cayeron unas cuantas almohadillas desde tendidos de sol antes de que El Cid abandonara la plaza.

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La brevedad: poco más de hora y media para despachar seis toros. Pero no la variedad indispensable. Ni siquiera en la primera mitad de corrida. Ni un solo quite. El Cid estuvo obsesionado de principio a fin con la idea de dar capa a todos los toros. Capa y más capa, y más y más, como si la cuestión fuera no tanto tomar la temperatura o medida de un toro de salida como domarlo.

"¿Tauromaquia moderna? ¡Qué asco.!", exclama de cuando en cuando, con más o menos motivo, una voz anónima de una andanada de sol y sombra de la plaza de Madrid. La falsa doma, por ejemplo, que fue esta vez no árnica sino una manera de poner en aviso a los toros y orientarlos. Tanto en los toros de trato como en los intratables El Cid apostó casi en exclusiva por las distancias cortas y hasta el mejor de la corrida, el primero, protestó al sentir al hombre encima.

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Los aceros -la espada larga y el verduguillo- han sido arma bien manejada por El Cid hace ya años. Todavía está viva la leyenda infundada de que la espada era o es su cruz. Para desmentir la leyenda, en fin, la prueba de esta aventura frustrada. Seis toros y solo tuvo que pasar El Cid siete veces. Siendo como es uno de los tres más certeros del escalafón con el descabello, solo cuarto y quinto le obligaron a usarlo hasta tres veces, pero en las dos primeras a toro sin descubrir.

Un fallo inexplicable: a El Cid se le fue la mano al matar al primero y el metisaca debió de ser tan bajo que el toro rodó al poco sin puntilla. El meticasa fue borrón y no rúbrica de una faena que estuvo en realidad casi entera en el alambre. La velocidad del toro fue soberbia durante las tres primeras tandas. No se acopló a ese ritmo El Cid , que acabó perdiendo pasos y, sin que se percibiera demasiado, renunciando. Fue la ocasión perdida. Un triunfo habría podido cambiar el signo de la tarde.

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El segundo de corrida, noblito y sin fuerza pero manejable, fue castigado por capotazos sin cuento. El Cid pretendió torear y componer sobre la inercia. Sin convicción. La última bala fue el tercer toro, degollado, muy asaltillado y con muchos pies. Lo picó arriba y certero Paco María - ¡gran feria de los jóvenes varilargueros de Salamanca!- y solo por un instante pareció que El Cid iba a estar en su salsa y encontrar luz a mitad del túnel. Tras el brindis desde los medios, un cite de largo, el viaje rotundo del toro y su seria repetición. ¿Ahora y entonces? La muleta retrasada no convino, la faena se puso farragosa y el primer silencio aquél de expectación y respeto pasó a ser el runrún de moscardón de tantas tardes de toros en Madrid. Y esta no fue de las mejores, desde luego. Ni de las que se olvidan al día siguiente.

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