«Hasta que no acabe con ellos no seré feliz»
El sumario del asesinato de dos ancianos en Sangonera la Verde en octubre de 2019 desvela el posible móvil y la razón de que el hijo menor sea el único encausado
Aquel domingo 13 de octubre, resaca de la festividad de la Virgen del Pilar, se levantó temprano, no mucho más allá de las siete de ... la madrugada. Ángeles se preparó un café y salió al porche. Todavía no había llegado el frío y la calle, vacía, transmitía una extraña paz. Luego entró en casa y se puso a sus cosas, a arreglar esto y a recoger lo otro, hasta que hacia las doce y media escuchó gritar a Lola: «¡María, María, baja, que veo aquí unos cristales rotos y esto no me gusta nada». Cuando salió a la calle observó que la puerta de la cochera de la casa de Mamá Trini y Papá Pedro estaba abierta. Juan, otro vecino de la calle Salzillo, parecía custodiar la entrada después de que Lola le conminara a aguardar allí mientras ella, tan veloz como le permitían sus piernas, se dirigía al cercano domicilio de Manolo, el mayor de los hijos de la pareja de ancianos.
Dos minutos más tarde retornaba, jadeante. «Manolo no está en casa», informó la mujer. Y se encaminó al domicilio de Toñi, pues sabía que ella tenía el teléfono de otro de los hijos, Pedro, el mediano, el que es guardia civil.
No aguardaron más de veinte minutos hasta que vieron llegar una patrulla del cuartel de Las Torres de Cotillas. Uno de los agentes descendió del vehículo, se tocó la gorra, saludó brevemente y entró en la casa de planta baja, pues Lola, tomando la prevención de empuñar la manivela de la puerta con un pañuelo, ya le había franqueando la entrada.
El sospechoso y su marido estaban fugados, ya que no retornaron a prisión después de disfrutar de un permiso penitenciario
Los cristales rotos que alfombraban el patio crujieron bajo los toscos zapatos del agente y Lola y Ángeles, cuya curiosidad las empujaba en pos del guardia, se estremecieron al ver las persianas reventadas y apercibirse de la amenazadora presencia de una bombona de butano con el cierre abierto y la goma seccionada.
El guardia, cauto, atravesó el comedor y se dispuso a abrir la puerta de un cuarto, pero Ángeles le indicó que ese no era el dormitorio del matrimonio. Aún así, el funcionario miró dentro y constató que, como el resto de la casa, parecía haber sido atravesado por un tornado. Ángeles, mientras tanto, avanzó por el pasillo, llegó a la entrada del dormitorio y el horror le recorrió el espinazo como una descarga eléctrica. «¡Están aquí! ¡Están muertos!», gritó. La luz, luego cayó en la cuenta, se encontraba encendida.
Dos seres adorables
Acuchillados en la nuca
La escena era desgarradora. Los cuerpos sin vida de Mamá Trini y Papá Pedro, los dos ancianos a quienes todos sus vecinos describirían más tarde como personas adorables, cariñosas y amigables, estaban tendidos sobre extensas manchas de sangre; ella, en el lecho; él, en un lateral, sobre el suelo. Alguien les había acuchillado repetidas veces en la nuca, seccionándoles a la vez la médula y la vida.
El guardia observó que a los pies de la cama había una vela de cera, ya derretida, cuyo significado nada tenía de ritual. No había que ser Clouseau para comprender que el asesino –o asesinos– había tratado de volar la casa para borrar sus huellas. Y seguramente más por fortuna que por falta de pericia, apenas había logrado producir una leve deflagración que, eso sí, echó abajo el falso techo de escayola y reventó persianas y ventanas, pero que había dejado prácticamente intacto el escenario del crimen. «¡Venga, ya está bien! ¡Todas fuera de aquí!», conminó a las vecinas mientras se disponía a asegurar el domicilio.
A los agentes de Homicidios de la Comandancia de Murcia les costó hallar el primer sospechoso lo que tardaron en hablar con dos de los tres hijos de las víctimas. A Pedro, compañero de ellos en el Instituto Armado, no le tembló la voz al expresar sus sospechas de que el doble crimen podría ser obra de Antonio, su hermano pequeño. Y Manolo, el servidor de las Fuerzas Armadas, apuntaló esa misma idea al referir la tormentosa relación que vivían sus padres con el menor de sus vástagos. «Ha tenido problemas de alcohol y drogas, ha pasado por la cárcel porque se dedicaba a colocar grandes piedras y tablas con clavos en la autovía, robaba cobre, quemaba contenedores, ponía pequeños artefactos explosivos de fabricación casera en las puertas de las casas... Incluso una vez quemó un gato vivo», refirió a los investigadores.
Añadió que tenía sospechas fundadas de que Antonio le había quitado dinero a sus padres, como ya había hecho antes con las joyas, y utilizó la misma expresión que antes había empleado Pedro para definir el tipo de relación que el pequeño de los hermanos tenía con sus progenitores: «Extorsión». De hecho, explicaron, cada vez que Antonio les visitaba era con la intención de sacarles dinero y les chantajeaba emocionalmente al asegurar que estaba amenazado de muerte, ya que debía mucho dinero, y que lo iban a asesinar si no saldaba sus deudas.
«¿Le habéis informado de la muerte de vuestros padres?», interpeló uno de los guardias a Manuel. «No, porque no sé cómo localizarlo; y si lo supiera tampoco lo haría», fue la respuesta. A partir de ahí, todo lo demás sobraba. El principal sospechoso tenía ya nombre, apellidos y una trayectoria perfectamente resumida en la extensa relación de sus antecedentes penales, que ocupa media docena de folios.
Un vecino de Villena condujo a Antonio hasta la casa de sus padres la madrugada del suceso. «Me dijo que tenía que cobrar una deuda»
Una historia de sufrimiento
El amor por encima de todo
Las declaraciones que tomaron los investigadores entre allegados y amigos de las víctimas ayudaron a trazar el perfil de la pareja y a consolidar las sospechas sobre el menor de sus hijos. Pedro y María Trinidad, de 85 y 79 años de edad, vivían solos desde hacía años y se resistían a recibir cualquier tipo de ayuda externa, pues aseguraban valerse por sí mismos y, aunque el varón sufría ya algunos síntomas leves de alzhéimer, ambos eran muy celosos de su independencia. Por otro lado, tenían a su hijo Manolo a un tiro de piedra y este les visitaba a diario, incluso en varias ocasiones, para comprobar que todo estaba en orden.
La pareja vivía con cierta holgura, pues, además de la pensión que le había quedado a este antiguo profesional del transporte, disponían de algunos huertos de limones que les permitían no pasar estrecheces. Y su vejez hubiera sido dichosa, con certeza, de no ser por los muchos disgustos que desde hacía años les venía dando Antonio, a quien «las malas compañías» arrastraron por los torcidos senderos del alcohol, la droga y la delincuencia. Unas razones por las cuales Papá Pedro y Mamá Trini habían tenido que pasar por el traumático trance de acudir a visitarle a prisión.
Cuando no estaba encerrado, los problemas no hacían sino multiplicarse. Y es que Antonio solía acudir a la casa familiar con la férrea determinación de marcharse de allí con un puñado de billetes. El matrimonio, consciente de que sus otros dos hijos les iban a reprochar que cedieran a esas presiones, solía ocultarles cualquier visita del hermano pequeño, quien rara vez se marchaba sin haber logrado su propósito. Unas veces por las buenas y otras por las menos buenas.
«Un día, el tío Pedro vino a verme y observé que tenía un golpe en un brazo, y arañazos y hematomas, y cuando le pregunté qué le había pasado se echó a llorar y me dijo que su hijo Antonio le había empujado y tirado al suelo», declaró a los guardias civiles un empresario de esa pedanía, llamado Antonio, quien mantenía con el fallecido una relación de amistad de muchos años. «Pero Pedro casi siempre accedía a las pretensiones de su hijo; decía que no lo podía dejar tirado», confirmaba. «Incluso le montó un bar, que Antonio no tardó en llevar a la ruina, y Pedro tuvo que vender un solar para pagar el despilfarro».
Esos muchos desvelos y sufrimientos no parecían, sin embargo, dulcificar el ánimo de su hijo menor, en cuya alma la rabia y la ira contra sus progenitores parecían haber anidado, a juicio de varios testigos. Como afirmó su tío Santiago, hermano del fallecido Pedro, «la última vez que vi a mi sobrino me dijo que quería ver a sus padres en la ruina, que su padre era un hijo de puta que no quería pagarle la hipoteca. Y, para terminar, me dijo que hasta que no acabara con ellos no sería feliz».
No acudió al funeral
En un chalé de Caudete
Antonio no acudió al funeral por el eterno descanso de sus padres. Tampoco se le esperaba. Llevaba meses huido, junto a su marido, Santiago, otro delincuente habitual con quien había coincidido en el centro penitenciario de Sangonera la Verde y con quien se había desposado unos años atrás. Ambos habían disfrutado de un permiso penitenciario y no habían retornado a prisión, por lo que estaban en busca y captura. La Guardia Civil no sabía dónde estaban, pero sí sospechaba que estaban juntos, ya que todos coincidían en que eran «inseparables».
Su paradero trascendió en la mañana del 16 de octubre. Fue una de sus cuñadas, hermana de Santiago, quien acudió a las dependencias de la Policía Nacional en Yecla para informar de que se había enterado de la muerte de dos ancianos en Sangonera la Verde y que sabía dónde residía el sospechoso. Ella misma facilitó la dirección del chalé de campo que Antonio y su marido tenían alquilado en Caudete (Albacete). Ese mismo mediodía, ambos fueron arrestados como sospechosos del doble homicidio y, tras ser puestos a disposición del juzgado de guardia de Almansa, retornaron a la cárcel.
Los dos se acogieron a su derecho a no declarar.
La tercera detención vinculada con el doble homicidio fue la de un vecino de Villena, de quien se averiguó que era quien, la madrugada en que se perpetró el doble crimen, había trasladado a Antonio en su Citroën Berlingo hasta Sangonera la Verde. «Me dijo que tenía que cobrar una deuda y que si podía acercarlo hasta allí, que me pagaría por ello», señaló a los guardias civiles. «Cuando salió de la casa, al cabo de unos veinte minutos, estaba alterado. Me dijo que habían tenido que discutir y que se habían dado de bofetadas», añadió.
El dueño de la Berlingo incluso se ofreció a entregar un GPS que había utilizado para llegar hasta Sangonera, cuyo contenido confirmó a los investigadores que había dejado a Antonio a solo unos metros de la casa de sus padres.
Ahora, al cumplirse un año del doble asesinato, la investigación judicial está prácticamente concluida. Tanto este conductor como Santiago, el esposo del principal sospechoso, han sido exculpados al no existir indicio alguno de su relación con las muertes, ni siquiera de que tuvieran conocimiento de los crímenes presuntamente perpetrados por Antonio.
El hijo menor de las víctimas figura ya como único encausado y todo apunta a que, en unos meses, podrá encontrarse con una petición de varias decenas de años de prisión. Será un jurado popular el que, con el material contenido en el sumario, determine si es culpable o inocente.
Con todo, la labor de las acusaciones pública y privada no parece que vaya a resultar sencilla, ya que los únicos datos que incriminan a Antonio son las declaraciones sobre su mala relación con sus padres y el inopinado viaje que la noche de autos hizo hasta su domicilio. Lo cierto es que las inspecciones oculares y las pruebas recabadas en la vivienda y en los propios cadáveres no han permitido hallar huellas dactilares ni restos de ADN que lo incriminen sin género de dudas. Ni siquiera ha sido hallado el cuchillo que sirvió como arma homicida.
Mientras tanto, Antonio calla. Si algo se aprende en la cárcel es que, cuando todo te señala, el silencio es siempre el mejor aliado.
Azpeitia: «Se ha probado que Santiago no tuvo participación alguna en el crimen»
«No existe indicio racional de criminalidad contra Santiago para considerarlo autor del doble crimen, ni siquiera partícipe a modo de encubridor, dada su condición de esposo». De esta manera, Ainhoa Azpeitia, abogada del marido de Antonio, reflejó, en su escrito para pedir el sobreseimiento, la nula participación de su cliente en el doble crimen. Algo que la Audiencia Provincial, en un auto del pasado septiembre, confirmó con el archivo de la causa en relación a Santiago. De las diligencias practicadas y de la documental obrante en los autos, la abogada del despacho Avanza Azpeitia señala que en el momento del presunto homicidio, Santiago estaba en su casa, situada en la localidad albaceteña de Caudete, a más de 100 kilómetros del domicilio de las víctimas. Las declaraciones del conductor que trasladó a Antonio a Sangonera la Seca y las grabaciones de las cámaras de una gasolinera de Jumilla prueban que en el vehículo viajaban solo dos personas. «Además, Santiago padecía una enfermedad que le limitaba el movimiento, por lo que era materialmente imposible que cometiera los hechos», apunta Azpeitia. Además, el escrito de sobreseimiento expone que, entre los vestigios recogidos, no se halló ningún resto biológico ni huellas de su cliente en el lugar de los hechos.
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