Dalmau: Renovarse o morir

El marqués, Don Luciano Murrieta, instauró el concepto de 'château' francés en la finca Ygay. Ampliada y dotada de la más novedosa tecnología, se ha convertido en una de las bodegas más vanguardistas del mundo. Don Luciano tenía un sueño: sus vinos debían perdurar en el tiempo. Si levantara la cabeza, no podría estar más orgulloso de su legado, el cual permanece de la mano de dos hermanos que, con constancia, disciplina y esfuerzo, han conseguido no solo eternizar su bodega, sino elaborar «el mejor vino del mundo», según la revista 'Wine Spectator's': Castillo Ygay. Pero hoy hablaremos de uno de sus hermanos. Uno de mis fetiches, que me enamoró e hizo que quisiera dedicarme a este humilde pero apasionante oficio.

En los años 90, los vinos riojanos empiezan a perder protagonismo frente a tintos con más estructura y cuerpo. En este momento es cuando los hermanos Cristina y Vicente deciden abrirse a nuevos horizontes y apuestan por un cambio radical en su bodega. Arriesgan, pero ganan elaborando un tinto de asombrosa personalidad, muy expresivo y contemporáneo. Y en 1995 surge la magia: llega Dalmau. El vino nace en el Pago Canajas, nueve hectáreas de viñas centenarias ubicadas a 500 metros de altitud en la Rioja Alta. Se elabora con Tempranillo, Graciano y un pequeño porcentaje de Cabernet Sauvignon.

Si algo define a Dalmau es su intensidad y profundidad. Potentes frutas negras se apoderan de la nariz; grosella y ciruela en estado puro. Sus aromas me trasladan a la niñez, a un vago recuerdo con mi madre, recogiendo moras silvestres. En el aire flotan notas balsámicas y mentoladas refrescantes. Es elegante y complejo. Se abre lento pero enérgico sobre clavo, tabaco, café y cedro. Huele a hogar, a ese abrazo que lo cura todo y te hace sentir a salvo, sobre todo en estas fechas un poco más señaladas, cuando nos embriaga la nostalgia de la Navidad. En boca es carnoso y opulento, con jugosos taninos firmes, y una redondez digna de maestría. De acidez perfecta que incita a dar otro sorbo, me hace viajar en el tiempo, regresar al olor de mis viejas botas de cuero de montar a caballo y de las noches de lluvia en el campo. Ahora solo me apetece encender un par de velas, escuchar una ópera de Puccini y servirme otra copa hasta seguramente acabar la botella, disfrutando del placer hedonista de este majestuoso vino. Un vino con historia, infinito y egoísta, ya que solo lo compartiría con una persona...