¡Por Dios, qué feas!
Basta ya de atentar contra la belleza con tanta ligereza
Ojeando una revista internacional de arte leo esa noticia que se repite periódicamente. No me refiero a la limpiadora que se ha deshecho de una ... obra ni al objeto abandonado que está siendo admirado cual escultura. La otra, la de romper cuadros, mi favorita. Es frecuente que la gente se enfade por lo que dicen o hacen otros, especialmente aquellos que se llaman artistas –que cada vez pintan menos–. Y se protesta primero, y se rompen después, y se les hace el favor de su vida a estos artistas que se quiere cancelar.
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El vándalo esta vez ha sido Nikos Papadopoulos, diputado griego del partido antisistema de extrema derecha NIKI, que ha arrancado de la pared varios cuadros y los ha lanzado contra el suelo –si bien él afirma que las obras «se le resbalaron» de las manos mientras intentaba «retirarlas»–. Ha sucedido nada menos que en la Galería Nacional de Atenas, en una exposición temporal titulada 'El encanto de lo bizarro', inspirada en los 'Caprichos' de Goya y en cómo sus grabados han influido en el trato subversivo y satírico de la religión por parte de muchos artistas.
Dimitris Natsiós, presidente del Movimiento Patriótico Democrático, NIKI, lejos de pedir disculpas, ha escrito en X que su diputado fue retenido ilegalmente y que no se plantean expulsar a Papadopoulos, quien «con sagrada indignación retiró las impías, monstruosas y blasfemas pinturas que ofenden la sagrada imagen de la Virgen y de nuestros santos». Además, en la nota de prensa publicada con motivo del ataque le inquieren a la Ministra de Cultura si se atrevería a «exponer 'obras de arte' que ofendieran la religión de los musulmanes o los judíos», y le preguntan directamente «¿por qué se permite que esto ocurra con los cristianos ortodoxos?». Yo no me lo pregunto porque ya sé por qué.
Curioseando un poco veo que las obras de Christoforos Katsadiotis vandalizadas imitan las representaciones de santos y los iconos religiosos ortodoxos tradicionales –y así son titulados– y pienso que el problema no es que sean blasfemas o sacrílegas, es que son realmente ofensivas: por feas. La verdad es que dan ganas de romperlas –pero «con los ojos, con la cabeza», como L-Kan pateaba a la gente fea cuando no se atrevían «a hacerlo con las piernas» en «Pobrecilla»–. No es mi caso, pero sé de mucha gente que también le daría de pescozones de aquí a la eternidad a Gordillo por su cartel de la Macarena. Eso sí, aunque le parezca indigna, un verdadero cristiano no atacaría una obra que representa a la Virgen, por desafortunada que les resulte.
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En una ocasión vi a Andrés Serrano en persona enseñando su 'Piss Christ' (1987) –un crucifijo sumergido en su propia orina–. La obra no me molestó en absoluto, quizá sí su actitud, a pesar de que él se presentaba a sí mismo como un católico seguidor de Cristo y no veía crítica alguna a la religión en esta obra, que para muchos es ofensiva solo cuando son conocedores de la naturaleza de esa atmósfera que, por otra parte, es bastante bella y misteriosa, como bien ha señalado Lucy Lippard. También es cierto que otros tantos sentimos la necesidad de sacarlo de ahí y lavarlo, como sentiríamos la urgencia de quitarle las chinchetas de los ojos a una foto de un ser querido.
Que no quede duda, yo sólo puedo defender la libertad de expresión en todas sus formas. Por eso he sentido alivio personal por el archivo de la denuncia de Hazte Oír a Lalachus por el asunto estampita de la vaquilla del Grand Prix. Ante posibles ofensas, los católicos tienen un arma muy poderosa, un as en la manga, que a mí personalmente me fascina: los actos de desagravio, que curiosamente tienen sus raíces en la teología de la reparación, que se desarrolló especialmente a partir del siglo XVII con el culto al Sagrado Corazón de Jesús. Así, un católico sabe que la reparación solo puede estar en los actos de amor.
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Cuando la crítica legítima agoniza, este tipo de ejercicios de violencia atávica contra algunas obras de arte puede producir cierto placer, no lo negaremos. Nos recuerda el poder de la imagen y los símbolos, y lo saca, aunque sea por un instante, de su habitual intrascendencia. Yo rechazo cualquier forma de violencia, pero, por dios, dejad de producir obras innecesariamente feas. Vivimos en 2025. Las vanguardias terminaron. Ofendan los sentimientos religiosos –los que se dejan ofender, claro, no los que velan los integristas que todos conocemos–, pero basta ya de atentar contra la belleza con tanta ligereza, porque, como lúcidamente apunta Simone Weil en 'Sobre la belleza': «Todos los hombres, incluso los más ignorantes, incluso los más viles, saben que solo la belleza tiene derecho a nuestro amor».
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