Desvestir santos
ESPEJISMOS ·
«Tienes suerte de estar enamorado en noches como esta, lo bastante cálidas como para echarte desnudo sobre las sábanas, sudando, porque es un trabajo duro, este amor, sin importar lo que digan» (Louise Glück)Buenos días, gente enamorada. Venga, y también buenos días, gente que no. Si me habéis seguido hasta aquí, seguro que ya intuís que lo que sigue no va a ser una cajita de bombones textuales celebrando la onomástica de San Valentín, aquel 'hieromártir' del siglo III decapitado por oficiar matrimonios ilegales. Poca broma, el amor. Una caja de bombas con forma de bombón. Un trabajo duro, como dice Louise Glück, el amor, sin importar lo que digan.
Estos días he visto 'Malcolm & Marie' (Netflix), que se parece en muchos aspectos a 'Historia de un matrimonio'. Ambas deben mucho a la clásica 'Dos en la carretera', de Donen, y las tres son ejercicios nada complacientes de exploración en el gran temazo: de qué hablamos cuando hablamos de amor, y por qué no se parece en nada a 'First dates', ni a los anuncios de perfumes, ni a las 'bios' de Tinder. Por qué es tan sórdido, a veces, el amor, y también tan aburrido, o tan opresivo. Por qué da miedo. Por qué engancha. Por qué –esta es buena– perdura.
En la Edad Media las zonas inexploradas de los mapas se decoraban con animales mitológicos y la leyenda 'Hic svnt dracones' (aquí hay dragones). En cualquier relación amorosa verdadera, en el tejido de sus silencios, sus traiciones cotidianas, sus cuidados, sus confesiones y esos espejos deformantes que le presentamos al otro hay más dragones que en toda la historia de la cartografía.
A las pelis de antes les añadiría dos libros recientes: 'Feliz final', de Isaac Rosa, y 'Un amor', de Sara Mesa
Yo podría venirme muy arriba ahora mismo y lamentar que nuestra época postmoderna nos aboca a la fugacidad, la reinvención y el consumo de relaciones, con lo cual quedaría como un 'boomer' cualquiera. O un cura. Que para el caso son lo mismo. No lo voy a hacer. La deconstrucción de la idea de pareja 'para toda la vida' ha traído consigo una corriente indispensable de liberación, y nos hace responsabilizarnos de nuestras relaciones, no darlas por hecho sin más. A nadie en su sano juicio, ni a los nostálgicos más recalcitrantes, se le pasaría por la cabeza retroceder a la hegemonía de la monogamia hetero perpetua. Las nuevas formas de relaciones amorosas, de pensarlas y practicarlas y construirlas, son una libertad que va a disfrutar mi hijo en mayor grado que yo, que me eduqué sentimentalmente en los 90 y en provincias, y me alegro mucho –mucho– por él.
Pero también me preocupo mucho –mucho– por la jungla de capitalismo afectivo que se va a encontrar, donde hay tanta gente consumiendo relaciones sexoafectivas como si fueran (fuéramos) productos de usar y tirar, donde las 'apps' de ligue pueden convertir el amor en gamificación, como explica tan bien Brigitte Vasallo.
Toda libertad conlleva responsabilidad, y entre ellas está la de mirarnos por dentro –probablemente una de las acciones más valientes a nuestro alcance– y fijarnos bien en el funcionamiento de nuestro propio corazón, cómo reacciona al merengue rosa que comemos por San Valentín; cómo a hacernos viejos y menos deseables; cómo a los cuidados mutuos y los afectos no tradicionales; cómo a la soledad, al enamoramiento, a la pérdida, a la nostalgia, a la felicidad. O vernos reflejados en historias no cliché: a las pelis de antes yo les añadiría dos libros recientes: 'Feliz final', de Isaac Rosa, y 'Un amor', de Sara Mesa, que conectan lo que pasa en nuestro corazón con la sociedad que nos rodea. Entre estas libertades está, por fin (yo al menos me la voy a tomar) liarla a martillazos con las tipografías cuqui y los tonos pastel de Míster Wonderful que nos invitan a comprar cada catorce de febrero. Romper con esa utopía romántica de consumo y con su siniestra contraparte: el dolor de no encajar en las imágenes normativas de lo que debería ser el amor. Sentirse fuera. O peor: forzar la vida y a quien te acompaña para que encaje en un anuncio.
Ya salió el gafapasta, estaréis pensando. Pero toda esta larga parrafada no va solo de invitaros a leer unos libros y ver unas pelis sobre el amor. También a hacerlo. A hacerlo mejor. Es San Valentín y puede que, mejor que unas rosas o un perfume de macho, nos regalemos una conversación a degüello, unas cartas boca arriba, una confesión. Una noche de las buenas no en el escaparate iluminado de los amores en celofán, sino en la trastienda en penumbra de lo vivido en común y lo por venir, donde los deseos incumplidos, donde los dragones. Donde los santos –también el pobre Valentín– se quedan sin vestir.