El novelista Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955).
El libro de la semana de Ababol

Nunca llegarás a nada

'Vagalume'. En la última novela de Julio Llamazares, César, un antiguo periodista en una ciudad de provincias –se adivina la fisonomía de León–, se pregunta por qué ha dejado de escribir su viejo maestro cuando todo el mundo estaba convencido de su valía y de su enorme futuro. Y se pregunta, asimismo, por qué razón fue convirtiéndose en un fantasma, en una sombra que se aísla de su familia, que huye no se sabe con certeza a qué lugar

Sábado, 6 de mayo 2023, 08:16

Los buenos lectores no ignoran la procedencia y la impecable trayectoria de este escritor leonés, nacido en 1955. Pertenece, si es que aún se puede ... hablar de generaciones, a ese grupo literario de autores nacidos en la década de los cincuenta, entre los que cabe contar con nombres tan ilustres como Javier Marías, Arturo Pérez-Reverte –cuya primera novela, como en el caso de Llamazares, es de mediados de los ochenta–, Alejandro Gándara o Antonio Muñoz Molina.

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Frente a todos ellos, Julio Llamazares ha sido siempre un cazador solitario que ha volado a su aire y que ha estado al margen de todas las modas. Y, además, no se ha prodigado en exceso en el género de la narrativa, con sólo siete novelas y algunas colecciones de cuentos publicados a lo largo de casi cuarenta años. Se lo ha impedido, sobre todo, su dedicación al ensayo –labor por la que ha merecido grandes elogios–, a la poesía, en sus años mozos, y al guion cinematográfico.

Las novelas de Llamazares se forjan a fuego lento, sin prisas, sin esa necesidad de estar continuamente en escena y sucumbir a los deseos de lectores y editores. En 2015 publicó su anterior obra narrativa, 'Distintas formas de mirar el agua', una apuesta difícil, con una estructura ciertamente compleja y con una densidad de ideas propia de su autor. 'Vagalume', cuyo original significado y valor simbólico iremos descubriendo a lo largo de estas páginas, se inscribe, sin embargo, en la línea de 'El cielo de Madrid', su relato de 2005. César, el escritor que nos cuenta esta nueva historia en 'Vagalume', está en relación con aquel otro protagonista, pintor de profesión, que también se plantea asuntos relacionados con la creación artística, con la fama, las relaciones sociales, la condición humana, el aislamiento y la soledad.

En la línea de 'El cielo de Madrid', su relato de 2005, César, el escritor que nos cuenta esta nueva historia, está en relación con aquel otro protagonista, pintor de profesión, que se plantea asuntos sobre la creación artística

Antihéroe postmoderno

Pero, en esta ocasión, quien más importa no es quien nos cuenta esta historia, con un lenguaje impecable, extrayendo el jugo a cada una de las palabras que emplea, es decir, César, un antiguo periodista en una ciudad de provincias –se adivina la fisonomía de León, con su catedral, con su singular clima, con sus calles solitarias en la noche– que se instala en Madrid y lograr vivir de la literatura, sino un personaje llamado Manolo Castro, el maestro de César, al que le repite, una y otra vez, que se marche de esa ciudad, que se busque la vida en otra parte, que, de no hacerlo así, nunca llegará a nada.

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Manolo es un tipo entrañable, un antihéroe posmoderno. Por eso Llamazares pone toda su atención sobre él. Un hombre contradictorio que arrastra toda una vida de misterio, con un pasado aún por descubrir que en estas páginas se va desvelando sin prisa, poco a poco. Y que, además, sabe transmitir el amor al oficio de periodista y su afición por la literatura. César se pregunta por qué había dejado de escribir su viejo maestro cuando todo el mundo estaba convencido de su valía y de su enorme futuro. Y se pregunta, asimismo, por qué razón fue convirtiéndose en un fantasma, en una sombra que se aísla de su familia, que huye no se sabe con certeza a qué lugar.

'Vagalume'. Julio Llamazares. Ed: Alfaguara. 216 páginas.

César, que ya frisa los sesenta años, regresa a su ciudad natal para asistir al entierro de Manolo, y justo en ese instante empieza el verdadero misterio, con un planteamiento cercano al de la novela policiaca pura y dura, con sorprendentes hallazgos, pistas falsas, conjeturas, hipótesis, que reavivan el interés del lector, al que mantiene en vilo hasta el último suspiro. Y, junto a una trama perfectamente delineada, surgen, por uno y otro lado, las habituales reflexiones del autor de la novela, que plasma, con delicadeza, en el sitio justo, en boca de sus personajes. Frases marca de la casa, como aquella en la que se nos dice que «sólo la luz de los escritores ilumina el mundo sin existir». Lo que viene a justificar, de alguna manera, la actitud y la condición de Manolo.

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Pocos personajes. Pocos, pero doctos, como los libros de los que hablaba Quevedo en su conocido soneto. Como Elvira, que ignora la parte más importante de su marido, Manolo, o sus propias hijas, que conceden una nueva perspectiva con datos inéditos con los que se va completando el puzle con la figura de este escritor fracasado, paradigma, acaso, de tantos otros que han pasado de puntillas por el mundo.

Escéptico

Pero no conviene dejar a un lado la increíble figura de Carracedo, el típico secundario al que se le concederíamos, sin dudarlo, la estatuilla del Óscar. No en vano, la novela se abre con unas contundentes palabras suyas, propias de un héroe cansado, que condicionarán el curso de la obra: «A partir de una edad todos somos supervivientes». Carracedo, que, como César, posee abundantes rasgos del propio Llamazares, se perfila como un escéptico que camina por las calles solitarias de su ciudad confundiéndose con las sombras que le cobijan, resignado a ser un fantasma en medio de la noche, y cuya filosofía sobre los seres humanos, basada en sus mil derrotas, se resume del modo siguiente: todos tenemos tres vidas, la pública, la privada y la secreta.

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Y es sobre esta última sobre la que pone toda su atención Llamazares. Sobre la que se vuelca César que, tratando de poner en claro la memoria de su viejo maestro, de Manolo, logra encontrarse a sí mismo y hallar algo parecido a sus propias señas de identidad, con una escena final que resulta magistral, conmovedora, propia de un novelista forjado en mil batallas, que nunca deja nada al azar, y medita a fondo, antes de plasmarlo sobre el papel, todo lo que escribe.

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