El escritor madrileño Luisgé Martín. ANDREU DALMAU / EFE

Luisgé Martín y la impostura sexual

Novela. En esta obra ganadora del premio Herralde, la promiscuidad se revela como la verdad de la vida

IÑAKI EZKERRA

Lunes, 18 de enero 2021, 21:25

La sinceridad en el tratamiento de la cuestión sexual ha sido en el caso de Luisgé Martín una marca de fábrica que alcanzó su máxima ... expresión en 'El amor del revés', relato autobiográfico que llevaba a un primer plano la experiencia y la condición homosexuales. Es ese gran antecedente literario el que alimentaba las mejores expectativas ante 'Cien noches', novela ganadora del premio Herralde que ha sido anunciada como un ejercicio de desmantelamiento de las habituales mentiras o medias verdades con las que la inmensa mayoría social oculta las infidelidades de pareja y demás secretos de la vida sexual.

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La tesis que el autor pone en boca de la protagonista del libro se resume literalmente en que «el amor, en términos químicos, es una sobredosis de dopamina que actúa como bloqueante durante un tiempo, pero no eternamente». De este modo, la promiscuidad sería lo natural. Así lo demuestran los experimentos zoológicos a los que ya se alude en las primeras páginas. En la variación no solo estaría el gusto sino también el estímulo por antonomasia del deseo tanto en las ratas cuando se aparean como en los gallos cuando lo hacen con las gallinas o en las relaciones eróticas de los propios seres humanos.

Esa protagonista, de cuyos labios salen esas empíricas observaciones, es Irene, una mujer desinhibida que, en una buena parte del libro, se dirige al lector en un pasado de primera persona y desde un tiempo actual en el que ya ronda la sesentena. Desde ese presente de madurez narra episodios referentes a su niñez, al momento en que Hugo, un compañero de juegos, se acabó enamorando de ella y en que la sensación de ser deseada puso fin a su felicidad; a los días en que realizó estudios superiores de Psicología en Chicago y se entregó sexualmente a un profesor que condicionaría su futuro profesional y su proyecto científico, que la novela viene a desarrollar en forma de argumento: «Hacer un mapa de la conducta humana a partir de la experiencia real».

La propuesta inicial de este personaje femenino, que, a la manera de un entomólogo, va tomando notas en un cuaderno de sus sucesivas experiencias sexuales con diferentes hombres, es sugerente y original. Resulta prometedor el planteamiento novelesco: ese interés antropológico no estará reñido con el placer que hallará en esos sexuales encuentros. El problema surge cuando la promiscuidad nihilista se percibe como una impostura similar a la puritana y cuando la novela no logra que esa heroína, en principio atractiva por su mezcla de gelidez y fogosidad, empatice de veras con el lector ni que este haga suyas sus aventuras y sus cuitas. No lo logra cuando ella se enamora de Claudio, el músico argentino al que le acaba pagando las deudas de juego en un alarde de clásica sumisión femenina al macho que contradice toda la tesis de su rebeldía. No lo logra con la relación de prostituta-cliente que ella establece con el magnate Adam Galliger y que, pese a plantearse en términos de juego morboso, evoca, en las escenas hoteleras de sexo, flores y lujo aquel vulgar deslumbramiento de la protagonista de 'Pretty Woman' hacia el millonetis que la adulaba con regalos caros. No lo logra con el asesinato político que irrumpe en el tramo final, cercano al desenlace, y que se queda en un amago del género negro, ni con el experimento social que el propio Galliger patrocina para espiar las vidas privadas y las conductas sexuales en una muestra de 14.000 estadounidenses; experimento que se ensambla de manera un tanto artificial con el texto.

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Lo que en realidad va desarrollando el múltiple argumento de 'Cien noches' con todos sus hilos narrativos que se enredan como en una madeja, son las contradicciones de esa mujer que se postula como independiente pero que va cayendo en todas las trampas masculinas sin reconocerlas, sin asumirlas, sin hacerse cargo de estas. Incluso la tesis de la que parte la historia –esa promiscuidad generalizada de la especie humana– contempla una salvedad fisiológica que ampara al machismo más conservador: mientras el hombre buscaría la satisfacción en la novedad, la mujer sería propensa a la repetición con el mismo amante.

El mayor hallazgo de esta obra, precipitadamente acabada, reside, paradójicamente, en su defecto: las mujeres que retrata no son monolíticas, pero lo cuentan todo. Como Irene, la misma Harriet, esposa de Galliger, tan pronto muestra un frío pragmatismo sexual como unos inconsecuentes remilgos. Y son personajes que no mienten. Hablan sin vergüenza de la vergüenza, sin mentira de las mentiras, sin tapujos de sus dobles vidas, sin secretos de sus secretos.

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