Foto del murciano Juan de la Cierva y su invento, el célebre autogiro.

Juan de la Cierva, una vida de película

El nieto del inventor del autogiro, Fernando de la Cierva Bento, publica una biografía novelada, 'Un invierno en Filadelfia', que llegará a las librerías el día 11

FERNANDO DE LA CIERVA BENTO

Lunes, 9 de noviembre 2020, 21:10

Aquel amanecer brumoso y frío del 23 de diciembre de 1931, el buque Aquitania, más conocido en el mundillo de la navegación como el 'BeautifulShip', ... la perla más preciada de la Cunard Line, arribaba al puerto de Nueva York tras la larga travesía del Atlántico desde Inglaterra. Esta había resultado tediosa, con escasos momentos en los que el mal tiempo permitiese al pasaje salir a tomar el aire. Mientras la mayoría de los más de dos mil quinientos viajeros terminaban de preparar sus equipajes, ansiosos por bajar a tierra en cuanto atracase el barco, alguien en cubierta miraba expectante hacia el cielo. Era un hombre espigado, envuelto en un largo abrigo cruzado, con las amplias solapas desplegadas para protegerse del viento gélido. El horizonte lo cubrían Nueva Jersey a la izquierda, el perfil de los enormes edificios de Manhattan al frente y Brooklyn a la derecha. Había recibido un cable en altamar un par de días antes, en el que su amigo y colaborador James Ray le pedía que subiese sin falta a cubierta a la llegada del barco, porque le esperaba una sorpresa. Mientras fumaba de su pipa, lanzando por la boca un humo que se fundía en el aire con el frío vaho, reflexionaba Juan suponiendo que la sorpresa habría de ser parecida a la que tuvo en noviembre del año anterior. Por aquel entonces, el transatlántico Bremen, poco antes de atracar en el mismo puerto, fue sobrevolado por cuatro autogiros en formación con la frase 'Welcome Cierva' pintada en el fuselaje. El recuerdo le arrancó una sonrisa.

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Washington. El autogiro despegando de la Casa Blanca el 20/01/1932 tras ser recibido el inventor por el presidente Hoover.

Había pasado casi todo el viaje trabajando en su camarote. Apenas salió de él, con excepción de las comidas y una media hora por las mañanas para dejar que las camareras lo arreglaran. Durante ese tiempo, paseaba habitualmente sin rumbo por el barco, pensativo, dándole vueltas y más vueltas a la solución de los problemas que se iban planteando en la evolución de su invento. Estaba a punto de presentar en Londres el C.19 Mark V, el primer autogiro con mando directo sin alas, ni timón de altura ni alerones. Era de crucial importancia mantenerlo en secreto para no perjudicar las ventas del modelo anterior, el Mark IV, y las de los autogiros que había diseñado y lanzado al mercado en los Estados Unidos con su socio Harold Pitcairn.

Con la mirada perdida en un horizonte plagado de rascacielos, sonrió pensando en la magnífica decisión que tomó el día en el que aceptó asociarse con Pitcairn. La sociedad que habían formado llevaba constituida menos de tres años y ya era frecuente ver los cielos de América surcados por autogiros. Incluso se empezaba a utilizar ya la terraza de la Estación Central de Correos de Filadelfia como sitio de aterrizaje para autogiros entre esta ciudad y los aeródromos públicos de Camden. En Estados Unidos, pensó, todo adquiría un ritmo vertiginoso. Era otro mundo, uno mucho más dinámico que el europeo en el campo de los negocios y la innovación.

Echaba amarras el barco y comenzaban a agolparse los impacientes pasajeros en cubierta cuando empezó a escucharse cada vez más cerca el ruido de un motor que parecía venir desde Nueva Jersey. Poco a poco, se acercaba por el horizonte un aparato que Juan pudo identificar, sin ninguna dificultad, como del modelo PCA-2. La máquina voladora fue aproximándose hasta que dibujó una pirueta en el aire. Luego descendió verticalmente, ante el asombro de todo el mundo, y se posó en un muelle.

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Impacto mundial. Portada de prensa en Estados Unidos con el autogiro en la ciudad de los rascacielos.

Tras pasar los trámites en la aduana, Juan se dirigió hacia el autogiro junto al que James daba explicaciones a los curiosos que se habían ido acercando. Un coche con conductor esperaba aparcado cerca del aparato.

–Bienvenido, Juan. Espero que hayas tenido un viaje tranquilo –dijo James Ray mientras le estrechaba firmemente la mano.

–Más que tranquilo, lo correcto es decir que ha sido bastante aburrido. Pero merecía la pena soportar el tedio para encontrarme con tantos buenos amigos como tengo aquí.

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James señaló el equipaje que un mozo, al que Juan entregó una suculenta propina, acababa de dejar junto a ellos. El muchacho se alejó con rapidez hacia la pasarela del barco con un brillo en el rostro.

–No te preocupes por tus maletas. Las llevarán en este coche mientras tú y yo volamos hasta BrynAthyn. Allí nos espera Harold, que está ansioso por verte. Quiere informarte cuanto antes de todos los actos que tiene organizados para estos días.

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Juan se quitó el sombrero y se lo entregó al chófer del coche. Después se ajustó el casco de piloto que le pasó James y se puso unos recios guantes de cuero. Con ese viento helado, tenía que abrigarse bien para volar en una cabina abierta. Aunque estaba acostumbrado a hacerlo en invierno, la temperatura de Londres no solía ser tan fría como la de la Costa Este.

El inventor e ingeniero en su etapa en Inglaterra. Con el rey Alfonso XIII en Londres.

–Me han llegado algunas noticias sobre los compromisos que ha concertado Harold –dijo sonriendo–: entrevistas con la prensa, un encuentro con Henry Ford y hasta una visita a la Casa Blanca. Espero estar a la altura –añadió con una sencillez que sabían apreciar sus colaboradores.

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Casi tres años antes, en febrero de 1929, se había constituido la Pitcairn-Cierva Autogiro Company of America, a la que correspondían los derechos de las patentes del autogiro para los Estados Unidos. El capital social inicial con el que echó a andar la compañía fue de un millón de dólares. Se acordó que la Cierva Autogiro Company recibiera la tercera parte de las acciones y cincuenta mil dólares en metálico. Cuando se produjo la firma, el inventor fue consciente de que asumía la obligación de visitar periódicamente los Estados Unidos para colaborar en la difusión y venta de los autogiros. Harold Pitcairn se encargaría, entre otras cosas, de conseguir actos con los que publicitar el aparato, y Juan se comprometía a asistir a los más importantes.

–No me vengas con esas, Juan. Un perfecto caballero español como tú sabe estar en cualquier sitio y con cualquier persona –añadió sonriendo–. ¿Te apetece pilotar esta maravilla? –preguntó James Ray, cuya mano señalaba el muelle donde estaba el autogiro rodeado de curiosos.

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–Prefiero que lo lleves tú, para poder disfrutar de estas tierras desde el aire sin estar pendiente de los mandos.

Los dos se cerraron bien los abrigos antes de saltar a la cabina. Tras despegar, sobrevolaron Nueva Jersey hasta Trenton y, desde allí, después de penetrar en Pensilvania, llegaron hasta el pueblo de BrynAthyn, donde estaba la mansión familiar de Pitcairn. Poco antes de aterrizar, Juan pudo atisbar en el horizonte los rascacielos del centro de Filadelfia. James dejó posar suavemente el aparato en el césped, frente al imponente edificio, ante la atenta mirada de Harold Pitcairn y su esposa Clara; Joel, su hijo mayor, de once años, y Agnew Larsen, el socio de Harold desde hacía bastante tiempo, cuando ambos iniciaron la tarea de intentar construir un helicóptero. Los otros dos hijos del matrimonio, Duncan, de cuatro años, y Robert, de apenas uno, se encontraban dentro de la casa.

Juan se apeó del autogiro y ambos socios se abrazaron. Nada más conocerse, tiempo atrás, se habían dado cuenta de que conectaban con facilidad y entre los dos se estableció una amistad auténtica.

–Querido Juan. Amigo –añadió en español–. Parecía que no iba a llegar nunca este día. Aquí está Clara, que también ha querido venir a recibirte.

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–Qué gran alegría saludarte otra vez, Clara –dijo Juan, que se inclinó para besarle la mano–. Y, por lo que veo, Joel ya está hecho todo un hombrecito.

Después estrechó con fuerza la mano de Agnew, al que atrajo hacia sí para darle un fuerte abrazo.

–Os dejo enseguida para que habléis de vuestras cosas, pero antes me tienes que decir cómo está tu encantadora familia –dijo Clara.

–Gracias a Dios, todos están bien. En junio, María Luisa y yo volvimos a ser padres y, afortunadamente, no hubo ningún contratiempo. –El rostro de Juan se ensombreció–. La pena es no poder estar en España para pasar las Navidades con los míos, pero Harold me convenció de la importancia de esta visita. En todo caso, después de mi casa, este es el segundo lugar del mundo en el que querría estar en estas fiestas.

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–Intentaremos hacerte pasar una Navidad lo más feliz posible –intervino Harold–, aunque me pongo en tu lugar y sé que no podrás evitar sentir nostalgia tan lejos de tu familia.

En Sangonera (Murcia). | Volando junto a la Giralda. ARCHIVO FAMILIAR

Tras las celebraciones de la Navidad, incluidos los oficios religiosos en el templo construido por Pitcairn para la secta swedenborgiana, a los que fue invitado el inventor, este, Harold y Agnew visitaron la factoría de los PCA-2 en Willow Grove. 1931 había sido un gran año, en el que se construyeron multitud de autogiros en la factoría. Pitcairn le informó de las negociaciones que mantenía con el Ejército americano –en septiembre habían testado oficialmente los militares un autogiro– y algunas empresas privadas. También se mostró muy entusiasta al informarle de cómo el Detroit News había adquirido un aparato desde el que los periodistas tomaban ya fotografías aéreas de los eventos importantes que tenían lugar en Michigan.

El día 28, Pitcairn y Juan de la Cierva estaban invitados a tomar el té en la residencia de estilo italiano del empresario automovilístico Russell Alger, en Míchigan, en la mismísima orilla del lago Saint Clair. Juan se encontraba muy excitado porque Harold le había asegurado que allí conocería a Henry Ford, el famoso constructor de automóviles que había revolucionado la industria con la creación de la primera cadena de montaje de coches en su fábrica de Highland Park, a las afueras de Detroit. Había conseguido reducir el tiempo de montaje de cada Ford T desde las doce horas que se empleaban habitualmente hasta poco más de noventa minutos, algo que parecía increíble.

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Nada más entrar en la residencia, se les acercó un sujeto rubio, delgado y más bien alto, aunque medía algunos centímetros menos que Juan. Iba acompañado de una dama. De la Cierva le reconoció al instante por las fotografías que había visto en la prensa. Harold Pitcairn se adelantó unos pasos y, tras saludarse efusivamente con Ford, se dio la vuelta e hizo las presentaciones. Se dieron un fuerte apretón de manos y Henry Ford presentó a su esposa, a la que Juan cogió la mano y se inclinó para besársela. Clara Jane Ford, que desconocía las normas de etiqueta en Europa, agachó a su vez la cabeza, pensando que se trataba de una reverencia que deberían hacerse mutuamente, como en algunas ocasiones había tenido que hacer con visitantes japoneses. Ambas cabezas coincidieron en el tiempo y en el espacio y se pegaron un coscorrón. Los cuatro se echaron a reír por la tontería del incidente. Después de las bromas que se cruzaron, Henry Ford cogió a Juan y a Pitcairn para hacer con ellos lo que pensaba que iba a ser un breve aparte, y que al final se convirtió en una conversación de más de dos horas.

–Estaba deseando conocerle, Juan. Soy un fiel seguidor de todos sus logros. Cada vez que leo en los periódicos acerca de usted, pienso que tenemos mucho en común. Creo que los dos somos de esas personas que nunca se rinden y no dan nada por sentado. Y seguramente son las características necesarias que debe tener alguien que pretenda innovar.

–Me halaga de una forma inmerecida, Henry. Simplemente soy un ingeniero que tenía un sueño (...).

El autogiro, inventado por el ingeniero murciano Juan de la Cierva, sobrevuela Madrid (1934). MARIN

Dos guiones de Primitivo Pérez basados en una vida de película

Cuenta Fernando de la Cierva Bento (Murcia, 1958) que «si Juan de la Cierva hubiese sido inglés o norteamericano habría una película o una serie, si fuese catalán es posible que también». Ciertamente, tuvo una vida de película, como recordaba ayer en LA VERDAD en una entrevista. Citaba, además, los guiones que realizó el realizador murciano Primitivo Pérez, disponibles para cualquier interesado en la página web de la Biblioteca Virtual Cervantes (www.cervantesvirtual.com). Las obras se titulan 'Donde empiezan los sueños' (con versión en inglés, 'Where dreams begin') y 'El tapiz de Aladino', «dos joyas cinematográficas contra la desmemoria», recuerda el entusiasta defensor de la figura de Juan de la Cierva y de estos proyectos cinematográficos José Antonio Postigo, quien recuerda al respecto que «la rigurosa directora de producciones de cine Mariví Villanueva dejó dicho que los dos guiones son muy buenos, pero el primero es una pieza maestra». «La Biblioteca Virtual –presidida ahora por Mario Vargas Llosa– los tiene colgados desde hace más de 15 años, y siguen estando acompañados y revalorizados por lo más grande de la literatura en español y los han leído decenas de miles de personas», recuerda Postigo. Sin embargo, hasta ahora, como indicaba Fernando de la Cierva Bento, al final no se encontró a ningún grupo multimedia interesado. «Quizás ahora con este libro alguien ve que aquí tenemos a un personaje de película. Y murió con solo 41 años en un desgraciado accidente. Así que imagina dónde habría llegado».

Juan de la Cierva y Codorníu nació en Murcia el 21 de septiembre de 1895 y murió en Croydon, Reino Unido, el 9 de diciembre de 1936 en un accidente de aviación. Hizo 30 modelos de autogiro diferentes, «pero realmente fueron muchísimos más, porque se estrellaban y se iban destrozando», recordaba su nieto Fernando, autor de 'Un invierno en Filadelfia' y médico otorrino en el Reina Sofía. En esta biografía novelada trata de hacer entender al lector «el proceso mental que pudo llevar mi abuelo para ir superando las dificultades y conseguir, primero, que el autogiro volara, y, luego, que se fuese perfeccionando». De la Cierva fue un ingeniero y piloto de pruebas pionero. Hay que tener en cuenta que en 1903 es cuando los hermanos Wright vuelan por primera vez; en 1908 y 1909 es cuando se empieza a ver un avión sobrevolando España, y en 1923 vuela el primer autogiro. «Él se planteó una forma de volar diferente y lo consiguió con constancia y trabajo. Era inteligente, sí, pero sin esfuerzo no hubiera llegado a ningún lado».

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