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J. Merlos

Placeres asequibles

La vereda del capitán ·

Lo mismo, una y otra vez, da cansera. Por eso nadie se conforma con renunciar al gozo de las vacaciones, aunque sea en un camping

Manuel Madrid

Murcia

Domingo, 19 de agosto 2018

Tampoco hay que ser un agonías pero, como las sibilas, haberlas haylas. Me refiero a familias españolas con estrecheces -más de lo que uno imagina-, capaces de hacer lo imposible por pasar las vacaciones de verano en un lugar distinto de aquel en que habitualmente residen. Es un querer y no poder, a veces. Aún así nadie se conforma con renunciar al gozo porque, en el fondo, cada cual quiere darle sentido al tópico latino 'carpe díem'. Lo mismo, una y otra vez, da cansera, y todo está montado ya para que nuestras vidas rezumen el encanto de las historias del celuloide. Pero no. No es así. Aunque lo deseemos.

El derecho al descanso está recogido en la legislación laboral y, claro, todos queremos poner el huevo en otra parte, aunque sea una vez al año. La crisis convirtió en equilibristas a gente que nunca había caminado por la cuerda floja, y obligó a apretarse el cinturón a los que más sueltos andaban. También hubo quien supo aprovecharse de la asfixia de los angustiados en su imparable desesperación -«no soy moroso, soy pobre», era una frase común de los desahuciados-, pero eso ya sabíamos que era una repugnante manera de prosperar. En cualquier caso, veranear es una forma de vivir una parte del año, la más insoportable quizás; y en la Región de Murcia siempre hubo maneras de llegar a la playa para escapar de la infernal arcadia, como cuando nos contaban aquello de que iban tres en una moto, y sin casco, hasta los lodos de Lo Pagán.

Las posibilidades de veranear son innumerables. Y en el mercado cada uno encuentro arreglo para su cocido. Claro que no es necesario dar la vuelta al mundo para sentirse el rey del universo. Aretha Franklin podía haberlo hecho muchas veces con esa voz abisal y sus descomunales abrigos de osa mayor, pero su aerofobia hizo que apenas concediera conciertos fuera de Estados Unidos. Cómo son las cosas. Aunque esa fobia no limitó su deseo de abarcar el mundo con la música. Todo tiene sus rémoras, según se vea. Y todo llega, aunque pensemos que hay excepciones; incluso llega ese momento de recoger los bártulos y volver al ordinario redil. El verano enciende y apaga bombillas, desajusta nuestro reloj biológico, nos mata de calor, nos corta la digestión y, encima, nos hace correr detrás y delante de la odiosa cucaracha, que no debe entender nuestras energúmenas reacciones. El verano puede ser una jodienda, claro, igual que el resto del año, si uno no administra bien sus posibles y si no quedan posibilidades.

Me vienen a la cabeza los 'beg-packers', sin ir más lejos, esos mochileros guays que limosnean -'beg' es mendigar en inglés- para pagarse las vacaciones haciendo numeritos variados en las calles. Abundan en algunos países asiáticos (Indonesia, Malasia, Tailandia), donde los autóctonos se sorprenden ante excentricidades de esta naturaleza: pedir justo a quienes nada tienen para seguir viajando. Pueden recorrer el globo solo con 9 euros al día. Parecemos empecinados en gastar todo lo que uno acumula, incluso lo que no tenemos, aunque eso suponga verse en la tesitura de perder toda la vergüenza.

Mi primera experiencia de camping es reciente, cuando uno ya se ha hecho a las comodidades. Pero es genial volver a la naturaleza y formar parte de ella como un elemento más. Como tantas otras cosas, uno no nace sabiéndolo todo, por eso es que en la edad adulta se descubren tantas o más cosas que en el parvulario. Los Madriles, en la carretera de La Azohía a Isla Plana, desde donde se barruntan los relieves de las Cuestas del Cedacero, es otro mundo. Ahí puedes alquilar una parcela por casi nada y plantar una tienda de campaña o una caravana, y hacerte amigo de las tórtolas, respirar un ambiente de familia y resoplar en noches pacíficas sin que se rompa la armonía. Además, no es mala opción para repartirse entre algunas de las calas más agradables del Golfo de Mazarrón, de modo que es posible -por casi nada, insisto- acceder a vacaciones reconfortantes, como en todo resort que se precie. Claro que va en gustos. Pero quizás haya pocas sensaciones tan hermosas como la de abrir la cremallera de la tienda de campaña, dejar que penetre la brisa, y esperar a que se abran los ojos de quien te hizo compañía. Por qué será que hay placeres que no sabemos disfrutar.

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