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Ocio y negocio. Un vendedor de mojitos se cruza con otro de pareos en la playa de la Barceloneta. Vicens Giménez
Barcelona se desmanda

Barcelona se desmanda

Vicens Forner es la cuarta generación de una familia de la Barceloneta. Nos muestra el barrio donde reina el caos «con la complicidad del Ayuntamiento». Las calles de la Barceloneta han sido tomadas por los turistas, jóvenes con ganas de jarana sin respetar el entorno, manteros, prostitutas y vendedores de latas, mojitos y drogas. El ciudadano ha renunciado a este barrio donde parece no existir la ley

FERNANDO MIÑANA

Lunes, 20 de agosto 2018

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Es mediodía y empiezan a llegar al Port Vell y al paseo marítimo de Barcelona decenas de subsaharianos. Salen del metro en pelotón mientras acarrean pesadas y abultadas bolsas blancas repletas de baratijas e imitaciones. Algunos llegan en bicicletas oxidadas que avanzan pesarosas por la carga. Uno de ellos nos ve con la cámara y lanza una mirada desafiante. Nos supera y, unos metros más adelante, al apreciar que nos giramos, nos dedica un dedo corazón enhiesto. No están para bromas después de que la agresión a un estadounidense la semana pasada les colocara el foco informativo del verano en la nuca. Cada día hay más manteros, pero el colectivo crece a la misma velocidad que la presión ciudadana. En la entrada del puerto, un coche de la Policía Portuaria contempla el desfile de comerciantes ilegales sin mover un dedo. Los africanos van colocando su mercancía por el suelo para perfilar, un día más, la enorme avenida de la falsificación en la que los turistas comprarán imitaciones de bolsos de Louis Vuitton, camisetas de Messi y zapatillas Nike Air Max.

Los manteros, que venden impunemente a lo largo de toda la fachada marítima, se han convertido en un problema con muchas aristas. Pero no es la única espina de esta Barcelona turística y caótica donde da la sensación de que todo está permitido y donde el barcelonés ha terminado por rendirse y renunciar a la parte baja de la ciudad, pese a que, durante décadas, bajaba en las noches sudorosas para aspirar la brisa del mar en el bullicioso barrio de la Barceloneta, donde los pisos eran tan pequeños que preferían estar en los bares o en la playa.

Qué queda de esa Barcelona ordenada y geométrica diseñada por Ildefonso Cerdá en la primera mitad del siglo XIX, la ciudad burguesa de la Exposición Universal de finales del XIX, con sus contrastes, como retrató Chufo Llorens en 'La ley de los justos', o de 'La ciudad de los prodigios' de Eduardo Mendoza. Qué fue de esa Barcelona olímpica, moderna y atrevida que deslumbró al mundo en el verano del 92.

La Barceloneta, el humilde barrio de marineros al que la gran ciudad dio la espalda durante décadas, lleva camino de convertirse en una especie de Magaluf. Ya hace tiempo que dejó de ser esa comunidad donde todos trabajaban en algo relacionado con el mar; pequeñas industrias y comercios que vivían hermanados porque se necesitaban para sobrevivir. Aquel barrio constreñido por la vía del tren y el mar es ahora un reducto para guiris que quieren tomar el sol y emborracharse. Jóvenes que beben mucho y gastan poco. Dinero que se escurre por el sumidero de mafias que lo mismo te organizan unos grandes almacenes de la imitación que te sirven docenas de mojitos insalubres en el arenal de la Barceloneta. Los vecinos han vendido los talleres por cifras millonarias y han terminado por marcharse para que sus pequeños pisos sean ofertados como apartamentos turísticos.

El barrio conecta con el Born, extremo de una línea que acaba en el Raval tras atravesar el Barrio Gótico y la Rambla, una franja tomada al asalto por japoneses, ingleses, italianos... Allí apesta a orín y a lo que huele el casco histórico de todas las ciudades europeas: a patatas fritas, gofres y queso fundido. Ya no es una ruta para pasear sino para esquivar, combustible para la turismofobia que se refleja en carteles de 'Stop massive tourism', cerca de la plaza de Sant Jaume, o 'We are not a tourist attraction', en las paradas de la Boquería, donde se han prohibido los grupos turísticos con el guía del paraguas al frente para evitar lo que ya es inevitable, que el mercado se convierta en un museo de frutas, jamones y pescados para que el mirón saque el 'paloselfi' y se agencie una foto pintoresca para Instagram.

Consumo rápido

Apenas quedan unos pocos hombres y mujeres que siguen acercándose con el carro de la compra para llevarse medio kilo de ternera y cuatro cortadas de merluza. «Los turistas te quitan las ganas de venir al mercado», protesta Mercedes, una de las pocas clientas fijas que va sorteando a hordas de guiris con su carrito preñado de víveres. Ahora todo está preparado para un consumo rápido, lo único que logrará arañar el bolsillo del turista sin posibilidad de cocinar: zumos, vasos con fruta cortada, cucuruchos con virutas de jamón, bandejas de queso y brochetas de fiambre. La verdulería se ha convertido en una parada repleta de bombones y chocolates, como si Barcelona fuera Bruselas, y en la carnicería ahora se venden chucherías de colores con dependientes que te cogen en cuanto paras un segundo para ponerte una bolsa en la mano mientras te apremian.

Peor es la Rambla por la noche, por donde intentan escenificar un verano loco jovencitos con la piel quemada a los que abordan 'lateros', camellos y hasta chulos con una vasta colección de meretrices en la 'tablet'. Beben donde quieren, mean donde quieren y... suben a los pisos que quieren. La Policía no puede con ellos y eso aumenta la creencia de que pueden hacer lo que quieran. Como aquellos dos chavales beodos que decidieron entrar en pelotas en un supermercado. A la salida los retrató Vicens Forner y la fotografía dio la vuelta al mundo como símbolo de la ciudad sin ley.

Forner es la cuarta generación de una familia de la Barceloneta. Herreros y forjadores que trabajaban para las navieras. Allí nació, se casó y casi murió. El cura del barrio le bautizó, le consagró en el matrimonio y le dio la extremaunción. Aunque Forner, siempre tan rebelde, burló la guadaña y, sin poder trabajar, se entregó a la vida contemplativa recluido en su barrio querido y sin soltar la cámara fotográfica. «¿Por qué esos chavales entraron desnudos en un supermercado?», se pregunta en voz alta. Y se responde: «Porque nosotros vendemos fuera esa posibilidad. El 'balconing', los cubatas baratos, mear en la calle... Vienen y ven que lo pueden hacer en Magaluf, en Lloret de Mar, en Sitges... Saben que si se pasan no hay ningún problema. Aterrizan ya borrachos y se gastan en Barcelona lo mínimo».

Vicens tiene 69 años, unos pies ligeros y un bigote de otro tiempo. Habla del desmadre de una Barceloneta, el gran amor de su vida, cada vez más irreconocible. Estamos en Port Vell y, al lado, hay unos tenderetes con sábanas blancas. Son artesanos dedicados a la venta ambulante y legal. De la parte trasera han colgado carteles de protesta. 'Barcelona, ciudad sin ley' o 'Colau Pisarell'. Desde sus puestos ven a los manteros, quienes, en su día, llegaron a ponerse delante de ellos antes de que se rebelaran y salieran decididos a sacarlos de allí a las buenas o a las malas.

Carlos Avellaneda es uno de esos vendedores arrinconados por los manteros. «Es una batalla perdida. Yo en octubre lo dejo», se lamenta, entre derrotado y cansado, este argentino que lleva más de veinte años allí. «Primero fueron los CD, aunque eran 20 o 30 personas y no nos molestaban, pero ya hace tiempo que se fue todo a la mierda con la permisividad del Ayuntamiento y la Policía. Se han cargado Barcelona». Carlos no habla solo por su negocio arruinado -«no vendo, estoy muerto; me da vergüenza hasta decirlo, pero hay días que no gano ni 60 euros, y quítale la cuota de autónomo, el IRPF...»-, sino por el enorme deterioro que detecta en el centro. «Hacía años que no veía tanto robo, y, además, ya no se respeta nada. Se me cae una Coca Cola y pasan meses sin que limpien la mancha. En el Raval he vuelto a ver el 'caballo', y mucha conducta incívica. Y aquí, ya ves. Antes la gente te reconocía la artesanía con dinero y agradecimiento, ahora solo quieren comprar barato. Y que nadie me hable de racismo o de que no entiendo a los inmigrantes: mis abuelos emigraron a Estados Unidos, mis padres a Italia y yo a Barcelona en 1985».

Su compañero Fernando, que vende ropa, se acerca al rato preguntando por el periodista. «Quiero decirte que es el Gobierno el que ha permitido una situación aberrante. Esto de los manteros es una gran mentira. Fíjate que ya no llevan las cuerdas de las puntas de la manta para salir corriendo. Ya les da igual. Hay ocho o nueve que llevan el cotarro y se dedican a intimidar al cliente para que acabe comprándoles». Los dos aseguran que la Policía sabe perfectamente que compran todas las imitaciones en una nave concreta de un polígono industrial de Badalona. «Ese dinero se va a China, donde hacen las falsificaciones, y el que logran con la venta lo mandan a sus familias en Dakar. Aquí no se queda ni un euro», denuncian.

El Ayuntamiento se pone de perfil con los manteros, como ocurre en Madrid, Valencia o Marbella, y eso los convierte en un arma arrojadiza, como explica Forner. «Colau lo recoge de Xavier Trias y ahora le salta a ella. Cuando lo pase, en lugar de cuatro gatos serán cuatro mil...».

Mojitos con cucarachas

De Port Vell nos lleva a la playa atravesando las calles de esa Barceloneta que recuerda a Nápoles por la ropa tendida a la vista. «Siempre ha sido la forma que tenían las mujeres de comunicarse y enterarse de todo. Hablaban mientras tendían y la que quería saber algo, salía a tender disimuladamente». De cada bar saca un relato. De uno, un crimen. De otro, una historia de cuernos. De La Cova Fumada, que allí inventaron la bomba, una bola de patata rellena de carne y rebozada, la tapa por excelencia del barrio. Y la tremenda añoranza por el bar Emilio, el rancio refugio de su amigo Pepe Rubianes, que fue un vecino ilustre de la Barceloneta al que Ada Colau le ha dedicado una calle para, de paso, borrar del mapa el 'Almirall Cervera'.

El paseo acaba en el parque de la Catalana. Ahí, hace días, decidieron acampar sin permiso decenas de personas, clientes de los camellos que esperan a que pase la atención periodística y policial sentados en los bancos del parque. A unos metros está la playa llena de turistas. «Pues esto no es nada», advierte Forner antes de empezar a señalar toda clase de vendedores que van por la arena intentando colarle algo al bañista. Hay vendedores de mojitos, sombrillas, pareos, latas, tatuajes express... y pequeñas mujeres asiáticas que prometen un masaje revitalizante. Son muchos y convierten la orilla en un gran zoco de la vulgaridad.

Indios y pakistaníes intentan colocarte un mojito por cinco euros. Si lo rechazas por caro, te ofrecen dos por el mismo precio. «No te lo recomiendo», avisa Forner, acostumbrado a verlos llegar por la calle Comte de Santa Clara y la dels Pescador cargados con bandejas que, a veces, esconden «debajo de los coches, en contenedores y hasta en las trampillas; luego los sacan, sacuden las cucarachas y los llevan a la playa».

Mientras la gente entra y sale del agua con sus flotadores de unicornio, suenan por la megafonía mensajes de advertencia que te hacen sentir como en un aeropuerto: «Vigilen sus pertenencias...». En la acera esperan los bicitaxis. Legales e ilegales, que de todo hay. Ninguno se esconde. Y yendo de punta a punta del paseo, de los camellos a los bicitaxis y de ahí a los manteros, un hombre sentado en una silla de ruedas eléctrica va recogiendo billetes de unos y de otros. En el otro extremo, cerca del Port Vell, el negocio lo controlan tres o cuatro africanos. Están sentados detrás de las filas de manteros, a la sombra, y desde allí escrutan que no pase nada raro: si hay una discusión, si llegan periodistas indiscretos o si irrumpen los mossos.

Algunos manteros se colocan delante de los restaurantes, que se han unido para protestar por este acoso que perjudica sus negocios. Carlos Manresa es el presidente de la Asociación de Comerciantes de Palau de Mar y encabeza la cruzada contra los vendedores ilegales. Cree que Ada Colau y la regidora de Ciutat Vella, la valenciana Gala Pin, han dejado que se establezcan. «Cuando se pone a llover, se meten en los soportales, al lado de las mesas de las terrazas. El paseo se ha degradado y ya no vienen preparados para salir corriendo. No les hace falta. Ahora se traen sillas, parasoles... Solo falta que traigan a los niños pequeños. Cuando lo hagan, ya no los mueve nadie. Antes ya había unos pocos, pero en 2015 empezó la desidia con Colau y Gala Pin, que pasan de decirles nada. A partir de 2016 los Mossos, la Policía Portuaria y la Guardia Urbana empezaron a inhibirse y se aflojó la presión policial. Y ya en 2017, a partir del atentado, los Mossos desaparecieron para siempre. Empezó a llegar gente que no es mantera y comenzaron a vender de todo...».

Pérdidas del 30%

Manresa habla desde la terraza del Cal Pinxo, heredero del mítico Can Costa, donde Dalí o Xavier Cugat tenían mesa fija. Él y otros hosteleros sienten que es una batalla perdida. «Hace tres semanas nos sentamos con la Colau y nos dijo que lo miraría, pero que la culpa era del Estado porque no les dan papeles». El empresario tiene cuantificada la influencia negativa de los manteros. «Yo tengo varios restaurantes en Barcelona. Fuera de aquí, por culpa de los atentados y del procés, facturo un 15% menos. Aquí, sumándole los manteros, he perdido un 30%. Y en el Magatzem, que tiene la puerta bloqueada y fuera del camino que forman los manteros, un 50%».

El Ayuntamiento intentó rebajar el problema atacando por otro flanco: con sanciones a los que compraban a los manteros, pero entonces empezaron a recibir la presión de las embajadas, que amenazaron con una merma del turismo procedente de sus países, y se acabaron las multas.

Los manteros han creado un sindicato. A muchos les chirría el concepto, el hecho de que vendedores ilegales se agrupen para defender sus derechos. «Lo montamos hace dos años. Todos los morenos que quieran hacer algo pueden venir aquí y trabajar. Tenemos derecho a trabajar», explica Mansour, un senegalés alto y delgado de 44 años. Mansour vivía en Dakar. Tenía una familia, una tienda de zapatos y una motocicleta. Tenía una vida, vaya. «Tenía una mujer y dos hijas. Comíamos bien y teníamos una casa. Y es duro dejarlas. No es fácil». Su vida se torció y Mansour pensó que lo mejor era subirse a un cayuco. La travesía duró siete días, siete días de pavor, siete días de arrepentimiento. «Fue terrible. Nunca más volvería a hacerlo. Jamás. Vi gente grande y fuerte llorar como niños, cagarse encima de miedo. Estabas allá abajo y mirabas al cielo, a las estrellas, allá arriba...». La embarcación subió hasta la isla del Hierro y los soltó como quien se libera de unos fardos. Este senegalés habla muy bajito mientras te clava una mirada muy dura. Está llena de desconfianza. Están hartos de ser los malos. Lleva una gorra negra, una camiseta negra, unos pantalones negros y unas zapatillas negras. En la camiseta luce un tigre bajo la leyenda 'Black Manters', la marca que intentan comercializar.

«Los manteros no son malos»

El inmigrante relata su paso por España para explicar que su objetivo no era acabar vendiendo imitaciones por la calle. «Primero estuve trabajando en el campo, en Andalucía, y luego, en 2007, llegué a Barcelona. Como no había trabajo, acabé de mantero. Yo, ni nadie, quiere trabajar de mantero, pero no hay otra cosa. ¿Qué os pensáis? Yo hice tres años de formación y trabajé de jardinero, de carpintero... No siempre fui mantero. No nací siendo mantero». Una de las acusaciones que más le duele es la de que son gente agresiva. No ha ayudado que golpearan a un ciudadano estadounidense y que el vídeo donde sale grabada esa pelea desigual se hiciera viral. «Somos muchos, unos 700, pero no violentos. Los manteros no fuman, no beben, no son malos. Solo están trabajando y lo único que quieren es estar legalmente en España». La conversación avanza y, al sentirse escuchado, respetado, Mansour se relaja. Su mirada se ha suavizado y, en la despedida, sonriendo con los dientes más blancos de toda Barcelona, choca su gran mano contra la nuestra. Después, como muchos musulmanes, se lleva la palma al pecho, al corazón, luego a la frente y finalmente al aire.

Muy cerca de allí, en la Rambla, las estatuas humanas son la gran atracción de la parte baja de la calle que empuja al mar. La avenida es una gran cicatriz desde aquella furgoneta asesina de hace un año. Dos acordeones empalagan el ambiente. Suena 'Despacito' mientras tipos de cara aburrida promocionan comida aburrida en la puerta de los restaurantes. Flotan retazos de conversaciones en inglés, italiano, japonés, francés... No hay catalanes. Ya hace tiempo que renegaron de este centro caótico y demasiado turístico.

Vicens Forner decide regresar a su Barceloneta querida, la musa de 'Crónicas de L'Òstia', el libro donde ha plasmado algunas de las suculentas historias que ha vivido en Òstia, el otro nombre del barrio donde nació en 1949 y donde el olor a café -paquetes que se 'perdían' cuando algún cargamento cruzaba por allí- impregnaba toda Barcelona en unos tiempos en los que solo podían permitirse achicoria o algún sucedáneo. Ahora suben otros efluvios por la ciudad sin ley.

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