A. P. Coan
Lebeche

Sitios sin nosotros

La otra mañana paré a desayunar frente a una casa donde viví hace algunos años, con esa curiosidad que me invade cada vez que piso ... sitios que frecuenté en otro tiempo. Todavía no he aprendido a cruzarme con mis antiguos hogares sin echar un vistazo rápido y casi inconsciente para comprobar cuánto de lo que conocí sigue latiendo en ellos. Pero no fue eso lo que ocurrió esta vez, donde no hubo mirada accidental ni hallazgo repentino, sino una contemplación lenta y deliberada.

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Aprovechando que disponía de un tiempo muerto en la zona, escogí sentarme, de entre todos los lugares, en la cafetería que hay frente al edificio y, dentro de ella, en la barra que da al exterior a través de un ventanal con vistas a mi pasado.

Ir tras los pasos de una mudanza es como volver de unas vacaciones: llegas con la curiosidad de saber cómo han ido las cosas y el temor a saber cómo han ido las cosas.

Lo que vi, sin embargo, no era para mucho. La avenida ofrecía únicamente cambios leves, aunque cada minúsculo detalle pareciera subrayado en rojo en uno de esos juegos de las siete diferencias.

Observar el barrio donde has dejado de vivir es como saludar a alguien que formó parte de tu vida. Dices 'hola' y tapas con palabras el estruendo de una colisión entre la imagen familiar que guardabas y el cúmulo de matices nuevos que te son desconocidos.

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En la planta de arriba, los peones de una empresa de reformas le hacían el trabajo sucio al tiempo con el borrado de las huellas de viejos inquilinos. Abajo, en la que fue mi casa, alguien dejó caer levemente una persiana.

El movimiento me trajo una alegría inesperada: la de encontrar vida sacudiendo los lugares donde nada se movía sin nosotros, la de sabernos prescindibles. El mismo alivio que brindan siempre los veranos, cuando tras aceptar que la ciudad no nos necesita, abrazamos el privilegio, aunque sea solo unas semanas al año, de desaparecer discretamente.

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