A casa siempre están llegando revistas por envío postal. La pandemia pedía lectura y obligaba a quedarse en casa y esos ejemplares a domicilio mataban ... dos pájaros de un tiro. El resto de lo que recibo no me interesa lo más mínimo. Pero lo peor son todas esas cartas que no dicen nada, los cadáveres que el verano deja en nuestros buzones.
Antes de que la tecnología nos robase el derecho a no saber nada de nadie en meses, los veranos eran una grieta que partía en dos el mundo y que solo el correo podía atravesar. Me refiero a esas cartas que decían lo que no se dice en persona, ridículas y con letras grandes y redondas, con frases terribles; cartas con faltas de ortografía y con manchas de tinta que llegaban como grupos de niños a una habitación llena de juguetes y te desordenaban el verano.
No sé dónde estarán las que yo envié. Me gusta pensar que en la basura o en unas cajas que nunca se abren porque los escritos de los adolescentes envejecen mucho peor que los hombres.
Hoy casi todo lo que recibo por correo puedo consultarlo en internet o no consultarlo en absoluto. Por eso no entiendo que siga llegándome un ejército de papeles sin mensaje. A veces esas cartas acaban en alguna de las casas donde he vivido. Quizá porque olvidé notificar el cambio de dirección. Tal vez porque ni siquiera importaba.
Por eso las cosas relevantes se escriben hoy en otros lugares. El otro día vi la fotografía de una pintada en una pared que decía: «Sandra, ¿has visto cómo desluzco bienes inmuebles recordándote?». Qué remedio tendría el chico, pensé. No le dejamos otra alternativa. No se puede culpar a los adolescentes por no saber qué hacer con sus palabras.
Tal vez los muros de hoy sean los folios en blanco de ayer. Un sitio donde escribir algo que permanezca y que le importe a alguien, mientras las cartas han quedado para las facturas y los dos por uno y ya nunca desordenan nada.
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