No sé si alguna vez se ha caído de forma ridícula mientras paseaba por la calle. No sé si entonces se ha levantado rápidamente, con ... una sonrisa, sin reparar en el dolor y ha seguido caminando como si no hubiera pasado nada, aplicando una técnica de disimulo que siempre fue más brillante en su imaginación.
El viernes se me rompió la rosquilla mientras me comía una marinera. Ayer me volvió a ocurrir exactamente lo mismo. Por suerte, en ambas ocasiones apliqué esa técnica de disimulo con aparente éxito. Conseguí zamparme toda la montaña de ensaladilla rusa dignamente, con una asombrosa rapidez y sin que nadie, creo, se percatara del incidente. Pero la procesión va por dentro. Dos marineras destrozadas en menos de una semana. Algo que no me ocurría desde 2017.
«¡Qué vergüenza, me van a quitar el carné de murciana!», pienso. Ese título ficticio que me gané hace tiempo sin realizar demasiado esfuerzo, a pesar de continuar gritando: «¡Qué maravilla!» cada mediodía de invierno que disfruto del sol, como si hubiese pasado toda mi vida en una caverna; o a pesar de defender el lechazo asado por encima de cualquier guiso huertano; o a pesar de mi laísmo delatador.
Tras el doble crimen de las marineras y con semejante película que me he montado en mi cabeza, trato de parecer más murciana por un día pero el intento dura poco más de diez minutos. Hemos cambiado el mar por la piscina y todos aseguran que el agua está demasiado fría. Yo me sumerjo sin dudar, presumiendo de heroica vallisoletana. Así me retiro de la carrera por la murcianidad. De hecho, todavía no he entendido, más allá de tópicos, lo que significa ser murciano. Sin embargo, antes de que acabe el día alguien me dice: «Tú aquí eres una más», y eso es todo lo que necesito escuchar.
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