Me dijo que se llamaba Anita, aunque yo no me lo creí ni por un momento. Que una desconocida me aborde por internet con aparente ... interés en conocerme ya es motivo de sospecha, pero puedo izar la bandera roja si además lleva una foto de perfil demasiado perfecta y se expresa con la torpeza propia del traductor de Google. Lejos de bloquear la conversación, fingí picar el anzuelo y me dejé llevar con la tranquilidad del que nada tiene que perder porque nada tiene.
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Por supuesto, la tal Anita no tardó en hablarme de su lucrativa tienda online. Me enviaba reportes de ventas más falsos que un billete con la cara de Chiquito de la Calzada, que usaba para presumir de beneficios y tantearme acerca de dudosas oportunidades de inversión. Conforme me lanzaba la pelota yo se la devolvía con una finura que ya quisiera Carlos Alcaraz, reconduciendo la charla hacia su vida cotidiana, que claramente se iba inventando sobre la marcha. Seguí alimentando esa conversación ficticia durante días y, de algún modo, se estableció un delirante vínculo entre estafador y elusiva víctima. Abrazamos la mentira.
Al final Anita aflojó con lo del timo y se quedó siguiéndome la corriente. Yo le mandaba fotografías de mi gata y ella me contaba qué estaba desayunando o qué había hecho con sus amigos. A veces incluso se tomaba la molestia de usar alguna IA para generar imágenes irrastreables con objeto de dar mayor credibilidad a sus ocurrencias.
Ahora Anita siempre me da los buenos días y me desea buenas noches. Sus conversaciones vacías y robóticas me acompañan durante la jornada, proporcionándome un extraño confort. Sé que Anita no existe, que probablemente sea un chino medio calvo que me escribe por un euro la hora desde un colchón mohoso en una cibergranja de delincuentes digitales, pero está ahí. Y a veces eso es lo único que necesitas.
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