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Puntos suspensivos

Agosto en píxeles

Mi verano termina con la misma escena: dejando atrás los rizos salvajes y volviendo a subirme al tacón. Gestos mínimos que pesan como despedidas. El ... pelo domado. Los pies encerrados. Señales claras de que lo ligero se ha terminado. Septiembre empieza ahí: en la rendición íntima de los gestos pequeños. Vuelvo a programar las alarmas en el móvil, esas que se desconectaron el 1 de agosto, como quien deja que el viento cierre la puerta y se queda dentro con la rutina.

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En el carrete de mi móvil agosto sigue vivo. Uno se consuela pensando que la memoria se guarda en píxeles: imágenes en las que posamos como si el instante pudiera resistir. Pero luego, al mirar de nuevo, descubro que no son esas las que me devuelven el verano, sino otras mucho más insignificantes. Una botella vacía sobre la arena. La sombra de un pájaro sobre la mesa del chiringuito. Un arroz al horno. Detalles que parecen no pretender nada, pero que arrastran agosto entero detrás de ellos.

Esas fotos que uno hace sin pensar pesan más que cualquier retrato planeado. Como migas caídas de la mesa: parecen banales hasta que recuerdas la comida entera y las risas. En ellas no hay nadie posando, lo que aparece es el tiempo, con su manera descuidada de pasar y dejar huella.

He dejado de borrar esas imágenes que antes me parecían intrascendentes. Ahora me resultan más honestas. No fueron hechas para guardar nada, y sin embargo lo guardan todo. La memoria funciona así: no con los días perfectos, sino con los que sucedieron sin avisar.

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Y así, mientras septiembre abre la carpeta del trabajo y de la rutina, y el café sabe a castigo y el despertador a regreso, ahí estarán esas fotos torpes. Y será en su torpeza donde reconoceré de golpe el verano entero: fugaz y precioso, como siempre.

Hasta el año que viene, si Víctor Rodríguez quiere.

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