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Raquel, ante la playa mediterránea de La Manga, donde ha encontrado un puerto seguro.

Pura música al caramelo

Raquel Barbosa Pinto, cocinera brasileña, trotamundos y navegante, motera con Harley y amante de la Historia: «He sido 'educadinha' pero traviesa»

ALEXIA SALAS

Jueves, 3 de septiembre 2015, 12:00

Compartir un zumo, un cachito de sombra y confidencias con la brasileña Raquel -apellido pirata- es como darle al 'play' a un disco de Maria Creuza. Te dejas mecer sin oponer resistencia a su canturreo sedoso y la sonrisa de caramelo que nunca se le gasta. Te embarcas imaginariamente con ella por el Caribe, y te convences de que a su lado pasearás por la playa de Bahía hasta encontrarte a Vinicius de Moraes con su perenne güisqui en la mano. La manera más fácil de encontrar a Raquel es inscribirse en sus almuerzos de domingos con música, cuando se arremanga para cocinar lomo con piña -«mezclo frutas tropicales», se divierte- o feijoada, el plato típico de Brasil a base de alubias negras con carne de cerdo. «Ahora hago platicos más 'fresquinhos'», tararea Raquel, que desde renacuaja jugaba a las cocinitas para sus amigas: «Yo era muy mandona, y se lo tenían que comer todo y decir que estaba bueno», ríe melosa.

  • Quién.

  • Raquel Barbosa Pinto.

  • Qué.

  • Cocinera y viajera.

  • Dónde.

  • La Manga.

  • Pasiones.

  • El mar, viajar y cocinar.

  • Pensamiento.

  • «La música me acompaña».

  • Momento estelar.

  • Cocinando su Fisuada.

Una versión morenita de Chicho Terremoto debió ser Raquel, que «intenté conducir el coche de mi padre y lo metí en un muro. Me quedé castigada muchos días», baja la mirada sin perder la sonrisa. «Era 'educadinha' pero traviesa», se justifica.

Del jaleíllo cotidiano de una familia de nueve hermanos saltó a la convivencia libre de una comunidad 'hippie' en Trancoso, una especie de sueño idílico en forma de playa al sur de Bahía. «Allí cosía, hacía mosquiteras, almohadas y lámparas», cuenta del paraíso perdido, donde -cómo no- «teníamos un bar, La Colina, con música en directo». «Un brasileño sin música no tiene vida. Yo con la música nunca me siento sola. Rellena mi aire, me envuelve», se tira de cabeza a la bossa nova. «João Gilberto, Carlinhos Brown, Marisa Monte, Toquinho... Y me gusta mucho Camarón», reza Raquel a sus santos. «Pero no canto. Bueno, solo con unos vinos», ríe con esa triste felicidad brasileira. Ya lo escribió Vinicius -con su güisqui-: «Será que todo lo que hay en mí/solo quiere decir saudade».

Se le paseó por delante un capitán francés de barco de los que no echan nunca el pie a tierra, y Raquel se embarcó sin salvavidas. «Viví cinco años en el mar, recorriendo la costa desde Estados Unidos a Florida, San Martín, Curazao, Cuba, Caribe y cuando había huracanes nos metíamos por el Golfo de México. Tengo muchas millas», abre su hoja de ruta. Los atardeceres que te dejan mudo se superponen con el temblor de los temporales bajo el pelo rizado de esta cocinera valiente. Le compensaron las visiones de postal y la libertad durante un tiempo, hasta que una mala mar los dejó durante días a la deriva. «Llegamos a puerto con el último cigarrillo, y dije, ya está. Todo muy bonito y muy romántico, pero estoy mejor en tierra. Y dejé el barco y al capitán», confirma con una mirada de despedida.

Será porque La Manga tiene algo de gran transatlántico a punto de soltar amarres, que Raquel ha encontrado su lugar en el mapa, a pesar de que «aquí hace más calor que en el Caribe», según certifica la viajera. Su capitán ahora manda sobre una Harley, que los lleva de rutas y conciertos. «No quiero grandes ciudades ni lugares peligrosos. Quisiera ir a África y a Asia, pero hay problemas y miedos por medio. Para ir y no volver entera, pues no quiero», medita Raquel sobre sus próximos destinos. Se sabe «mujer de playa, con cocoteros y colores, porque el sol me da ganas de vivir». Piensa en los ancianos septuagenarios que veía entrenarse y contonear figura por la playa de Copacabana y espera mantener la chispa hasta el final: «Nunca tuve miedo de vivir. Cuando eres joven piensas que nada se va a acabar. Ahora soy más cautelosa, pero espero que la vida no me cambie». Será que el poeta Vinicius, siempre con su güisqui, tenía razón cuando escribió su 'Canción del demasiado amor': «Ay amor mío, ¿será que nunca he de tener paz?».

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