Animales mitológicos (2): una carrera diabólica del tipo Stephen King
Conducimos camino de las marismas con el sol de septiembre a nuestras espaldas. Hace un viento huracanado. Pretendíamos pasear por la playa. Ya sospecho banderas ... rojas y orillas vacías. Unos pocos locos nos atrevemos a pisar la arena. El color del mar es verde grisáceo, a ratos turquesa, por momentos parece metal fundido. Al bikini le acompaña una chaqueta a juego que ayuda a mantener cierta calidez. Calidez en la tormenta. Los socorristas lanzan avisos. No quieren correr tras los alocados que nadan mar adentro. No querrán ver sus cuerpos ahogados, arrastrados por la marea. Previenen la tragedia a fuerza de silbatos.
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El paseo es irremediablemente escaso. Encontramos optimistas como nosotros que intentan poner buena cara al vendaval, disfrutar de una mañana de playa sin apenas bañistas. Empaparnos del olor del mar sin otro aroma que ese. El salitre, el aire pesado que se posa en la piel sin el empalagoso bronceador y los protectores solares.
No aguantamos ni media hora y decidimos regresar a la ciudad ante la tozudez del clima. Salmodiamos planes alternativos de camino al coche sin decidirnos por ninguno en concreto. Volvemos a la carretera soleada. Los arboles recortan siluetas fantásticas y el camino se hace más agradable. Tomás se fija en el coche que nos sigue. El conductor luce una siniestra careta de payaso. Podría ser una careta de Trump, de Ayuso. Pero no. Es una careta de payaso siniestro. El payaso de IT.
El coche se acerca con velocidad. Es una carrera diabólica del tipo Stephen King. No le demos importancia. Es un colgado que llegará de fiesta. Una fiesta que se ha alargado hasta las once de la mañana. El payaso se coloca a nuestro costado. Nos mira. Tomás acelera. Se nos acelera el pulso y el corazón. Esta será una historia para contarle a los nietos. El vehículo fantasma ocupa el carril contrario. No sabemos si frenar, si seguir pisando. Si escapar a un sueño de esta pesadilla en mitad del día. Por suerte, llega de frente otro vehículo y el conductor-payaso se sitúa de nuevo tras nosotros. Está menos loco de lo que presumíamos. La persecución es larga y la lista de interrogantes interminable. ¿Qué hace un tipo al volante con careta de payaso a las once de la mañana? ¿Por qué nos persigue a nosotros? Porque nos ha tocado. Tanto él como yo tenemos un largo historial de atracción a los psicópatas.
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Que se largue el monstruo con su cara de payaso. Que persiga a otros. El mal ajeno nos duele más que el propio. La muerte ajena nos duele más que la propia porque, por mucho que nos quejemos, nos aferramos a la vida siempre. Tomás encuentra un camino rural con el rabillo del ojo. Es un tramo de tierra marrón, como de pista de tenis. Es una tierra blanda y amable. Una tierra fértil que aspiramos con la esperanza de luz al final del túnel.
De un volantazo, nos quitamos de en medio al estúpido. Al final del camino nos espera una preciosa casa con tejado a dos aguas, un pozo en la puerta, una higuera y macetas metidas en latas de Prisco. Enormes latas. Redondas, brillantes. Deslumbran como un faro que se ilumina en medio de la nada. Como un aviso a sus habitantes de nuestra llegada. Bajamos la velocidad y paramos en silencio por gracia del motor eléctrico. Afuera, parece no haber nadie. Sin embargo, no esperan dos sillas y una mesa colocadas de forma protocolaria en el centro del porche, bajo la sombra de una morera. Sobre la mesa descansa una jarra de agua con hielo y dos vasos vacíos. Es la mañana más desconcertante de nuestra vida. Tenemos intención de beber. La desconfianza se ha instalado entre nosotros tras el capítulo de la careta.
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De la casa sale un hombre y una mujer, nos saludan con un ¡Ya pensábamos que hoy no pasaría nadie por aquí! Pero estamos de suerte. Nosotros siempre estamos de suerte.
Ambos lucen siniestras caretas de payaso, se las quitan y una sonrisa de colmillos fantásticos asoma de entre sus bocas. Esto de las caretas es una costumbre tonta de nuestro hijo -aseguran- dice que ayuda a crear tensión dramática. Pero no teman. Somos gente pacífica. Nos gusta recibir visitas, eso es todo. Me lleno el vaso de agua y me lo bebo de un tirón. De perdidos al río.
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