Con el paso del tiempo hemos ido aprendiendo a consumir y a gastar. En mis primeros veranos de profesor, además de no entender del todo ... por qué me tomaba unas vacaciones para descansar si en realidad no estaba cansado, llevaba a cabo pequeñas labores que no solo me satisfacían, sino que también iban procurándome el gusto que me abriría un camino franco en el mundo de la palabra. Quería y necesitaba escribir, había esperado mucho tiempo para hacerlo de un modo pleno y libre durante toda mi adolescencia, y ya era el momento de ponerme a ello. De modo que escribía sin freno y disfrutaba de este ejercicio de la sensibilidad y de la inteligencia. Invertía mis largas vacaciones en ello y no me dolían prendas cuando llegaba septiembre y mis compañeros me preguntaban por lo que había hecho aquellos meses. No había viajado, no, no había ido a la playa, como mucho había visitado a la familia en el pueblo y a los amigos en las fiestas, había leído y lo de la escritura me lo callaba convenientemente, porque nunca me gustó declarar de forma abierta mis pasiones más íntimas, y escribir era a buen seguro la más importante.
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Reconozco que, si no contabas en detalle tus excursiones estivales, no eras apenas nadie. No haber ido a ningún sitio en verano te colocaba fuera de aquel mundo de naturaleza inquieta y consumista que ya empezaba a moverse por España e iba atreviéndose a tomar un avión y cruzar la frontera. No viajar en verano era una forma estúpida de desperdiciar el tiempo, aunque hubiese degustado media docena de libros que había guardado en el invierno y tuviese casi terminado un poemario que tal vez publicara al año siguiente.
Pero no había hecho por tercera vez el camino de Santiago, que los iniciados en la cosa llamaban pomposamente el Camino, ni me traía un centenar de fotos de los países en los que había estado ni podía contar exaltado alguna anécdota pintoresca de mi estancia en Estambul o en Venecia.
Tampoco te valía el argumento de la cita de Pessoa: ¿Viajar? Para viajar basta con existir, aunque yo podría haberla modificado de un modo personal, para viajar basta con leer y escribir, a pesar de que esto no le habría aportado a nadie lo más mínimo. Solo un hombre raro, un profesor que, concluido el curso, pasa buena parte del verano enfrascado en sus novelas y sus poemas y en la lectura de un puñado de libros que no pudo leer mientras trabajaba. Con el paso de los años disfruté de mis días de asueto en la playa mientras continuaba insistiendo en el gusto de la escritura, pero cuando regresaba a casa seguía siendo igual de embarazoso explicar que había vuelto a malgastar el tiempo en una playa de Alicante o de Almería, en un apartamento con vistas al mar y en compañía de mi familia, en el que siempre encontraba un espacio y unas horas para escribir en mi portátil y para leer sentado en una hamaca cómoda.
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Hoy, ya sesentón y en el último recodo de mi camino profesional, continúo buscando unas horas al día en verano para gozar del placer de la palabra escrita o leída, pese a ese ejército de moralistas ridículos que consideran una cursilada los libros en verano y, aunque no dicen nada de los escritores de julio y agosto, es posible que tampoco tengan una buena opinión de ellos.
Confieso que me da mucha pereza viajar, que cuando emprendo el viaje ya estoy pensando en la vuelta y echando de menos mi casa, que visitar monumentos no siempre me recompensa y que a mi edad es posible que las incomodidades del camino superen a los placeres del trayecto.
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Pero las modas, las conveniencias y ciertos prejuicios terminan imponiéndose como una losa insoportable y yo me adapto a todo esto con suma resignación.
Un día de estos tomaré un tren en dirección a cualquier parte y me dejaré llevar de viaje una vez más en contra de mis propios deseos.
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