Verdades absolutas

ALGO QUE DECIR ·

Odio pertenecer a un molde, a un programa, a un estándar o a una idea prefijada que alguien ha elaborado sobre mí

Miércoles, 28 de abril 2021, 01:43

Nada hay que me moleste más que la actitud del que no solo se cree en posesión de la verdad sino que está convencido de ... que todos los que lo rodean comulgan con sus creencias, ideología, gustos artísticos, toreros o escritores insignes. De hecho mucha gente se ha dirigido a mí en una cena o en un acto social como si de un modo obligado yo tuviera que creer en su dios, votar a su partido casposo y popular, claro está, compartir su criterio mediocre acerca de la pintura o de la literatura y abominar a pies juntillas del programa 'Sálvame' y de toda la parrilla de Telecinco.

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Por fortuna soy un hombre profundamente contradictorio, en lucha continua por unas cuantas verdades que no acabo de adoptar del todo, sobre todo porque ya pertenecen al común de la gente, y a mí me gusta quedarme al margen, en ese inmenso espacio de la minoría.

Leo con placer y delectación a Miguel Espinosa, a Juan Marsé, a Cervantes, a mi amigo Pedro García Montalvo o a William Faulkner en la traducción adecuada, veo con gusto las escasísimas corridas de toros que echan por televisión o las que traían al coso de la Condomina en otros tiempos, escucho música clásica y jazz, o al fresco y estupendo grupo juvenil Chill Chicos al que pertenece mi hijo Pascual. Me apasiona la pintura, la de los clásicos y la de mi esposa Francisca Fe, pero muchas tardes enciendo la tele y me engolfo con un conocido espacio de televisión rosa, o visiono una peli del oeste o me apasiono frente a la pantalla ante cualquier producto televisivo heterodoxo y exclusivo.

Odio pertenecer a un molde, a un programa, a un estándar o a una idea prefijada que alguien ha elaborado sobre mí, porque no suelo responder a ese esquema. Me gusta ser fronterizo, parte de la calle, incorrecto, imprevisible, mestizo o sorprendente. Y odio que cualquier persona en una cena o en una reunión suponga mis ideas, mis gustos o mis respuestas. Si se me permite, echaré abajo muy pronto todas sus suposiciones.

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Este es un país particular, en el que todavía no hemos aprendido, como ocurre en otros más civilizados, que en la mesa, en una reunión informal o entre familia no muy cercana incluso, hablar sobre política o religión es una necedad mayúscula y sobre todo es un acto de soberbia inconcebible, pues el que da su punto de vista sobre estos extremos suele estar convencido de que esa es una verdad absoluta y de que todo el mundo ha de estar de acuerdo con dichos presupuestos. Hemos pasado muchos años, siglos diría yo, acostumbrados a una sola idea, a un solo Dios y a una única verdad y nos cuesta horrores pensar en el otro, admitir la duda, aceptar la crítica o la oposición, reconocer que nos hemos equivocado. Muchas veces hablamos desde un podio imaginario, desde una cátedra que no poseemos convencidos de que, en esos momentos, entrañables y amistosos, nadie osará llevarnos la contraria. Y es cierto, así es, porque todos estos foros, domésticos, familiares y amistosos suelen estar formados por esa buena gente que nos rodea y que nos quiere, que nos acepta y nos perdona nuestras sandeces.

Reconozco que a veces me paso un poco y lindo con el espacio indeseable del cinismo, porque tampoco podemos ponerlo en cuarentena todo, aunque en esas reuniones, sobre todo las de trabajo y también las otras, es donde más ganas me entran de echar mano de Cortázar, siempre tan necesario y tan presente en mi vida y poner todo lo sagrado patas abajo, el hamor, el umor, la berdad, así con faltas de ortografía, como le gustaba a él, y el resto de todas las cosas que nos parecen inamovibles, porque en el mundo no habrá nunca libertad absoluta hasta que no le respetemos al otro sus disparates, sus herejías, sus improcedencias y nos abstengamos de consignas obligadas, de miserias manidas y de ese atroz aburrimiento que fustiga el planeta a diario.

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