Minúsculo bikini 'animal print' que ya quisiera para mí, también su cuerpazo y las gafas modelo Manhattan que la Hepburn lució antes y mejor que ... nadie. Guiri no era: la rubia de sombrero Panamá, bronceado Donatella Versace y tres estrellas negras tatuadas en el pie izquierdo 'parlava' italiano. Coincidí con ella en un solárium de Ortigia desde el que cada mañana me lanzaba en bomba al Mediterráneo. A lo lejos, el Castello Maniace que lleva el apellido del comandante bizantino que expulsó a los árabes; en frente, la antiquísima e imponente muralla.
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Fabular vidas ajenas es un pasatiempo que practico y disfruto desde hace años; qué le vamos a hacer, me gusta inventar historias que a veces comparto. Les prometo que lo que les he contado hasta ahora es verdad, también que Sicilia me tenía enamorada y que en un alarde novelesco agravado por el efecto de la cerveza y las temperaturas infernales ese día decidí llamar a la bella dama que acabo de describirles Giulia y que el hombre de ridículo bigote y pelo enmarañado que se tostaba a su lado y le hacía arrumacos fuera su joven amante, al que conoció en las clases de cocina de los martes y con el que cada miércoles se citaba en un modesto hotel junto a la Stazione Centrale.
Un señor entrado en años hacía sentadillas pegado a mí sin respiro ni descanso; de él fui incapaz de inventar nada, tanto ejercicio aunque fuera ajeno me tenía agotada; al como de ochenta que se sentía de cuarenta y que no dejaba de coquetear con la guapa de al lado le adjudiqué una historia de casinos, ladrones de guante blanco y romances varios porque hay que ver lo zalameros y seductores que son los italianos: si hasta yo misma un día en el mercado cerca del Templo de Apolo creí que el pescatero se había enamorado de mí y de mi escotado traje de rayas. Todavía no he podido olvidar cómo me guiñó uno de sus enormes ojos grisáceos, tampoco que a los dos segundos hiciera lo mismo con una tierna viejecita que pasó apoyada en su bastón a nuestro lado.
Ya por la tarde imaginé a Arquímedes celebrando su 'Principio' y sus volúmenes al grito de eureka corriendo como Dios lo trajo al mundo por las mismas calles por las que paseé ese verano porque el descubrimiento lo pilló dándose un baño y fue tal la emoción que ni tiempo tuvo para ponerse encima algo. Mentira no es, pero lo de los espejos inflamables que el sabio oriundo de esas tierras diseñó para quemar las naves romanas sí se lo inventó Luciano de Samósata; lo suyo, como lo mío, eran las fábulas.
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