Lo que se termina

ALGO QUE DECIR ·

Se va la juventud y se marcha la vida; desde lejos contemplamos la película de una existencia que apenas recordamos ya

Miércoles, 28 de septiembre 2022, 02:00

Nos va enseñando la vida que la fugacidad, lejos de ser una condena obligada y dolorosa, acaba por parecernos a veces la formidable esencia de ... las cosas, su valor recóndito, aunque necesitamos ser conscientes del proceso de pérdida, de su sentido último y aprender a despedirnos de nuestros seres queridos, de los objetos que nos hicieron felices, de los destinos que nos convirtieron en lo que somos y aceptar la derrota sin paliativo pero atentos siempre a los misterios de la memoria que no dejará de devolvernos de vez en cuando las imágenes, los rumores y los destellos de aquella alegría ya pasada.

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No es preciso regresar a Manrique o a Garcilaso para encontrar el valor de las cosas que desaparecen pronto, de aquel amor de Semana Santa que recordamos con los efluvios evocadores del azahar, de los días y los instantes de nuestra infancia que llevamos tan cerca de nosotros y que se fueron con la lentitud con que cae un de anochecer de agosto, mientras andamos embebidos en los juegos de la calle con los amigos del barrio, del libro que no quisimos nunca que se acabara, pero que leímos entero en un solo día, aunque hemos vuelto más tarde a sus páginas de sueño y hemos repetido la ventura; una sola copa de aquel Rioja del 64 para celebrar un libro o un premio, la primera bocanada de humo del rubio americano de contrabando que nos vendía un colega en la mili, la confidencia entre amigos a altas horas de la madrugada junto al pozo del Semogil en uno de esos últimos veranos de nuestra adolescencia o una infatigable noche de amor a los treintaitantos, enamorados y locos de deseo en un hotel cómodo y limpio.

Se va la juventud y se marcha la vida; desde lejos contemplamos la película de una existencia que apenas recordamos ya, pero que hemos gozado segundo a segundo y, en muchos casos, a sabiendas de que todo aquello no era más que un río en su búsqueda incesante de la desembocadura a un mar oscuro.

Aquella noche que nos colamos en un concierto de Serrat en Murcia después de haber visto 'El crimen de Cuenca' de Pilar Miró, tan breve todo y tan largo como el sabor a chicle de menta de los besos que dábamos en el cine Trieta a los catorce, de los días que pasábamos bañándonos en las piscinas del Peña en compañía de toda la familia, de las noches al fresco en la calle Castellar en pleno verano, que ha sido siempre mi calle, aunque saliera casi definitivamente de allí a los dieciocho con la certeza de que no cesaría de volver al único lugar que me ha pertenecido de verdad, porque allí estuvo mi infancia, que como la de todo el mundo resulta fascinante porque se acabó el día en que entramos en el tiempo y supimos que todo se iría al traste alguna vez.

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Con la edad hemos aprendido que únicamente lo que se termina merece la pena, que rendimos más cuando se acaba el tiempo y tenemos un plazo fijo para llevar a cabo ciertas cosas y que sentimos mejor cuando bajo un cielo inconmensurable nos despedimos de agosto y del amor en una playa semisalvaje o entramos a un examen definitivo en una ciudad extraña y enorme con una sensación de pánico instalada en la garganta. Nos acordamos a menudo siempre de esos finales, de lo que sentimos cuando nos despedíamos de las personas y de los paisajes, cuando creíamos que todo iría peor de lo que fue más tarde.

Las cosas más importantes nos sucedieron en un corto plazo de tiempo y mientras ocurrían sabíamos que nada de aquello sería para siempre, que el misterio se acabaría alguna vez porque era imposible mantenerlo de una manera eterna.

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Y que mereciera la pena.

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