Un fragmento de la novela titulada 'Memorias de Leticia Valle', obra publicada en Buenos Aires en 1945, y aparecida en España en 1971, en los ... últimos compases de ese mismo franquismo que mandó al exilio a su autora, a Rosa Chacel, ha sido lo que ha inspirado este artículo.
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Ese texto, de poco más de una página, sirvió para realizar la última práctica del curso de una asignatura dedicada a la literatura española del siglo XX. En esas pocas líneas, la escritora vallisoletana, de la que ya no se acuerda casi nadie, en un fragmento que se nos antoja autobiográfico, cuenta ciertos recuerdos, durante la infancia, que aún la atan a su madre. Como ese ligerísimo ruido de su piel al despegarse de la piel de su progenitora mientras la mantenía abrazada, «como el rasgar de un papel de seda sumamente fino». Y se refiere, asimismo, con una hondura lírica deliciosa, a la superioridad del sentido del tacto sobre la propia vista. ¿Por qué no recuerdo lo que veía? –se pregunta la propia protagonista, Leticia Valle, alter ego de Rosa Chacel. Y ella misma nos facilita la respuesta: «Yo creo que debe de ser porque después he seguido viendo y viendo cosas; en cambio, no he sentido nunca más nada semejante a aquello».
Entre las cuestiones que tenía que responder el alumnado de cuarto del Grado de Lengua y Literatura, sorprendidos por ese alarde de ternura, por esa prosa tan cálida, estaba la redacción de un recuerdo personal acaecido, precisamente, durante su infancia, en esos primeros años que tanto te marcan para el resto de tu vida. Y todos, salvo unas pocas excepciones, se retrotraían a los tiempos de sus abuelos; al instante aquel en el que los llevó de la mano hasta un huerto próximo, colmado de flores blancas y olorosas que luego supieron que eran conocidas por el nombre de azahar. O aquel otro momento en el que la abuela les acariciaba la cabeza para inducirlos al sueño, como un hilo transmisor de vida conectado de corazón a corazón. Noté la emoción que encerraban todos esos textos, y el deseo firme de ponerlos por escrito porque, probablemente, estaban ahí, latentes, esperando a que alguien, algún día, les preguntara por ellos y homenajear así a sus ancestros, muchos de ellos ya desaparecidos.
Nunca les pagaremos del todo lo mucho que les debemos a nuestros abuelos. Escritores como Cicerón o Séneca dedicaron buena parte de sus mejores escritos a analizar esa etapa de la vida. El sabio romano nacido en Córdoba aseguraba que la vejez era la etapa ideal para dedicarse por completo al estudio de la Filosofía. En tanto que Cicerón, autor del libro 'De Senectute' (traducido al español como 'El arte de envejecer'), comenzaba por afirmar que todos, sin excepción, deseamos alcanzar la vejez y que, cuando la tenemos encima, la despreciamos, abominamos de ella como si fuera una dama apestosa. En sus textos dedicados a este mismo asunto, Cicerón, el orador más fino y brillante de su tiempo, aconsejaba para la vejez usar ejercicios módicos, tomar alimento suficiente para rehacer las fuerzas «sin agobiarlas» y cuidar de la inteligencia y del espíritu. Y concluía asegurando, quizá pensando en el sexo, que «no es molesta la privación de lo que no se echa de menos».
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A los viejos de nuestro tiempo, a los que se les busca eufemismos estúpidos, como 'edad dorada' o 'tercera edad', para encubrir nuestra hipocresía y nuestra falta de atención hacia ellos, los apartamos con frecuencia de la vida pública, los jubilamos, en ocasiones, cuando están más capacitados que nunca para enseñar, para gobernar, para investigar, para aconsejar y dirigir, y los convertimos en auténticos jarrones chinos como si fueran seres que estorban en cualquier parte. Una verdadera injusticia porque ellos siempre están dispuestos a darlo todo. Quizá por razones como las anteriormente apuntadas, decía García Márquez, que casi llega a nonagenario, que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.
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