Reducción de jornada y productividad

Martes, 22 de octubre 2024, 00:53

Siempre me he resistido a opinar sobre temas complejos, por mucho que fuese su interés –la regeneración del Mar Menor sería un buen ejemplo– si ... no disponía del necesario conocimiento para aportar sugerencias diferenciables de las ya conocidas. Sin embargo, la mayoría de los relacionados con la actividad empresarial suscitan mi atención y, a veces, la preocupación al comprobar como inconscientemente o de forma interesada se tergiversan las argumentaciones, despreciando el rigor con el que deberían ser tratados.

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Recientemente, uno de los temas más llamativos es el referido a la supuesta incidencia positiva de la reducción de jornada sobre la productividad, entendida esta como el reflejo de la relación existente entre los resultados de una actividad, el tiempo invertido en ella y los recursos utilizados.

Mi formación académica, el haber dirigido una empresa con más de mil empleados y el conocimiento de la realidad empresarial de nuestra región, desde la privilegiada atalaya en puestos de responsabilidad en Fremm, Croem y Cámara de Comercio de Murcia, creo que me legitiman para dar mi particular opinión sobre esta cuestión. Subrayo lo de la experiencia, en contraste con la de algunos tertulianos, políticos y sindicalistas, que tras haber hecho de su representación su 'modus vivendi', parecen desconocer la realidad y abonan la necesidad de recibir algún curso de economía, aunque sea elemental.

Cuando se comenta que la reducción de jornada es una demanda social generalizada habría que preguntarse si ha sido impulsada o no desde una ideología, partido u organización determinada, a la que se han adherido posteriormente los beneficiados alentados tras conocer que no supondría reducción alguna en su retribución. Es sabido que en nuestro país es la vicepresidenta del Gobierno Yolanda Díaz quien enarbola esa bandera, con la sospecha de que responda al objetivo de mantener su protagonismo, el mismo que le recortan las últimas encuestas. La referencia a las 37 horas y media, y no a las 36 o 38, parece buscar una coartada científica a que esa aspiración fuese fruto de profundos análisis cuyos contenidos son desconocidos hasta la fecha.

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El que líderes sindicales apelen a que determinados estudios, no concretados, dicen que las jornadas prolongadas tienen consecuencias indeseables, parece evocar más a la época de la revolución industrial que a la actual, en donde legalmente están establecidas las 40 horas (teóricas, ya que si ponderamos el absentismo laboral, serían algunas menos).

La afirmación añadida, tajante y sin matices, de que uno de los mayores beneficios de la reducción de jornada sería el incremento de la productividad es muy difícil de compartir. Un ejemplo, para mí conocido e inobjetable, es el que afecta a decenas de miles de operarios de la automoción en todo el territorio nacional, y sin que el tamaño de la empresa sea un dato diferenciador. Todos los fabricantes, como garantía para sus clientes, tienen establecidas unas tarifas de tiempo para cada intervención con criterios bastante exigentes. Precisamente por ello, los concesionarios establecen unos bonus para aquellos mecánicos que sean capaces de reducir esos tiempos de reparación, con la aclaración añadida de que disponen de frecuentes cursos formativos y del utillaje idóneo junto a aparatos electrónicos muy avanzados. ¿Alguien puede defender seriamente que con una reducción de jornada es posible mejorar la productividad, ya de por sí incentivada, y que el costo que supone la misma no recae íntegramente en la empresa empleadora? Este ejemplo es extrapolable a los cientos de miles de trabajadores en empresas de fabricación de distintos sectores que tienen establecidos igualmente tiempos de intervención e incentivos ligados a los mismos.

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El comentario adicional de que la reducción de jornada supone liberar tiempo para la formación parece una broma, porque los numerosos cursos de formación que implementan las empresas fuera o dentro de sus instalaciones computan como horas de trabajo. Al igual que la referencia a una favorable incidencia en el absentismo, cuando la realidad es que las cotas actuales empiezan a ser inasumibles, y son precisamente las organizaciones sindicales las que siguen oponiéndose a que se establezcan controles alternativos que, evitando los abusos, garanticen al tiempo la situación de aquellos supuestos en donde las dolencias físicas o mentales son reales.

Estas consideraciones previas no buscan demorar el necesario debate, sino eliminar todas las adherencias demagógicas defendiendo que las empresas no deber asumir la totalidad de los costos derivados de esa ronda propiciada por el actual Gobierno de yo invito y tú pagas, que son los que viene suponiendo los aumentos del salario mínimo interprofesional, de los costos sociales, de la duración de la jordana o del abusivo absentismo.

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Personalmente, considero que hay dos vías relacionadas para avanzar decididamente en este tema. La primera tiene que ver con la conveniencia de explorar en cada empresa todas las posibilidades de flexibilizar el reparto de las horas trabajadas, lo que facilitaría la aspiración de una mejor conciliación. La segunda se refiere al marco idóneo para asegurar esos avances que no es otro que el de la negociación colectiva, que es la que permite que se contemple las especifidades de los distintos territorios y sectores. Los supuestos obstáculos atribuidos a las organizaciones empresariales se contradicen con el hecho de que ha sido precisamente a través de la negociación colectiva, y sin imposición unilateral del Gobierno, en donde se han producido los avances en esta materia que benefician a millones de trabajadores.

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