Una, bautizada, comulgada y confirmada, criada en un colegio de monjas y en una familia católica, perdió la fe como quien pierde un mechero: un ... día, ya no estaba. No la echó de menos: no quería pertenecer a ese club ni a ningún otro, que se bastaba y se sobraba con su juventud y su soberbia. Luego, cuando la vida empezó a darle hostias como panes, añoró tener algo o alguien a quien pedirle consuelo, suplicarle un respiro o atribuirle la culpa de sus males. Pero el mechero no apareció.
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Por eso, este Lunes de Pascua, la arriba firmante se sorprendió al verse afligida por la muerte del papa Francisco. No por lo espiritual, sino por lo terrenal. Porque, aunque no cambiara las reglas del club, al menos entreabrió las puertas a los que se habían quedado fuera, porque puso sus ojos sobre los desheredados de la tierra en unos tiempos en los que ninguna quiere darles ni un cacho donde plantarse y porque se dirigió tanto a los que quisieron escucharle como a los que no para transmitirles el mensaje de amor y bondad de Cristo, ese que cala, o debería calar, hasta en los huesos más duros.
En 'The Young Pope' y 'The New Pope', lo de Sorrentino, el mejor personaje es el del cardenal Voiello. Secretario de Estado del Vaticano, intrigante y manipulador profesional, Voiello es un forofo perdido del Nápoles, hasta tal punto que, cuando el papa Pío XIII despierta tras un coma, no le pregunta si ha visto a Dios, sino si el Nápoles va a ganar algún título. Después de aquello, los aficionados napolitanos lo hicieron suyo desplegando en el estadio una pancarta que decía «Cardinal Voiello, uno di noi». Al papa Francisco, hincha del San Lorenzo, algunos también lo sentimos como «uno di noi». Aunque no fuéramos del club.
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