La vida y los azares nos llevan y nos traen de un lugar a otro, y uno debe estar dispuesto a aceptar que el único sitio al que pertenece verdaderamente es el mundo, en compañía de sus semejantes y entre los dones de la naturaleza y de la cultura.
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Durante dos años permanecí en Zarandona en un piso de alquiler y solo por razones de orden íntimo y sentimental; tuve en ese tiempo a los mejores vecinos que se pueden tener, a los más solícitos y generosos, entablé nuevas relaciones y me hice de un puñado de amigos a los que no olvidaré nunca, pues no en balde allí nacieron mis hijos, allí escribí casi todos mis libros y allí sigo teniendo la casa familiar donde vive mi ex y demasiados recuerdos, felices casi todos.
He escrito en alguna ocasión que Zarandona es un pequeño paraíso y lo mantengo, por supuesto, así me he sentido yo allí, y ahora que me he mudado a mi piso del centro de Murcia por causas de orden práctico, al final de una dura y larga travesía del desierto, no puedo olvidar que allí fue donde empecé mi nueva vida, donde me refugié para lamerme las heridas un otoño de hace dos años mientras empezaba a escribir un libro quejumbroso con afán de alegrías futuras y cada fin de semana quedaba con mis nuevos amigos en las cafeterías de la zona para celebrar la libertad y la vida.
Si uno ha aprendido a resistir los embates de la existencia en cualquier parte, eso que ahora llaman pomposamente resiliencia, cada lugar donde se aposenta es su lugar en el mundo, pero no olvida con facilidad el sitio de donde viene, la gente que lo acogió y lo protegió como si de un hermano se tratara.
Nada me gustaba tanto como el saludo cariñoso de cuantos me cruzaba en la calle, de los camareros en las terrazas de los bares, del librero de la esquina, del farmacéutico y de los dueños del supermercado de enfrente.
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Todo eso lo he cambiado por el centro de Murcia, por un sinfín de servicios, por las largas avenidas con semáforos y gente anónima que ya no me saluda con demasiada frecuencia, salvo alguno al que tal vez le suene mi cara por los artículos del periódico, también por la libertad de ir y venir a cualquier parte que me plazca.
Me voy sí, pero me quedo, porque nadie se va del todo del lugar donde fue feliz, o donde pasó muchas noches de soledad, le asaltó el arrepentimiento y la murria, pero a cambio vivió mucho y sintió mucho y descubrió una buena parte de lo que era verdaderamente, de lo que había sido siempre, y aprendió a quererse mejor de lo que se había querido nunca, y una mañana luminosa y fría de aquel mes de diciembre de su exilio voluntario, de su soledad elegida libremente, lo entendió todo al fin.
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A lo mejor uno no es del todo del lugar donde nació, sino del pueblo donde supo quién era, y para mí ese pueblo ha sido durante los últimos años Zarandona, una pequeña pedanía de la huerta murciana, en la que hasta hace muy poco tiempo los bancales con hortalizas y verduras ocupaban los solares donde hoy se levantan edificios y casas, y donde muy poco después de llegar con mi mujer tuvieron la cortesía inmerecida de darme un homenaje y donde he venido presentando los últimos libros que la junta municipal regalaba generosamente a los asistentes al acto.
Me voy pero me quedo, porque cómo me voy a ir del sitio donde he convivido con la mejor gente del mundo, del lugar que elegí como residencia hace un cuarto de siglo y de donde me marcho con tristeza y muchas ganas de volver.
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