Esta semana, la Comisión internacional independiente sobre los territorios palestinos ocupados, establecida por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, ha hecho público un ... destallado informe jurídico sobre las conductas de Israel en Gaza. Su conclusión es demoledora: al matar, al causarles lesiones graves, al someterles deliberadamente a condiciones de vida inhumanas, incluida la hambruna, y al imponerles medidas destinadas a impedir la natalidad a los palestinos, las autoridades y las fuerzas israelíes están perpetrando actos genocidas definidos en la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio de 1948, realizados con un dolo específico genocida que busca acabar con el pueblo palestino asentado en Gaza.
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En última instancia, si estos actos son o no un genocidio o constituyen algún tipo de crimen de guerra o contra la humanidad, lo tendrá que decidir la Corte Penal Internacional, que en noviembre de 2024 ya emitió una orden internacional de arresto contra varias autoridades israelíes, incluido el primer ministro Netanyahu, en el procedimiento que está sustanciándose ante la misma y que ojalá que pueda culminar con el correspondiente enjuiciamiento de sus responsables.
Ahora bien, más allá de calificaciones jurídicas, aquello sobre lo que no cabe duda es que estamos ante una masacre de tales proporciones que seguramente marcará la historia de este siglo: decenas de miles de muertos, la mayoría civiles y niños; millones de personas desplazadas y cientos de miles sufriendo desnutrición aguda. Mientras, la banalidad del mal se muestra en declaraciones como las del ministro de finanzas israelí, que dice estar negociando con EEUU el reparto de los territorios ocupados ilegalmente para explotar la «mina de oro inmobiliaria» de la Franja de Gaza. Unas atrocidades que nos interpelan especialmente porque el agresor no es una autocracia lejana, sino un país al que reconocemos miembro de nuestra familia política como democracia liberal.
Ante una situación como la descrita, aunque todavía no haya una condena definitiva por un tribunal, pesa sobre los Estados la obligación legal de utilizar todos los medios a su alcance para detener esta atrocidad. Una respuesta que en los países democráticos tendría que ser asumida como una política de Estado, buscando generar grandes consensos políticos.
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Sin embargo, en nuestro país la ocasión ha permitido que salgan a la luz nuestras más señeras miserias políticas. En primer lugar, la decadencia de un parlamento incapaz de mantener un debate mínimamente civilizado frente a un gobierno prepotente que define a golpe de titular la política exterior. En segundo lugar, la tendencia a crispar cualquier ámbito del debate público, con la conjunción de un presidente del gobierno que, en lugar de integrar, como el rey midas, polariza todo lo que toca; con el sector 'ayusista' de la oposición siempre presto a la bronca.
Asimismo, es legítimo que la población pueda movilizarse y pida ejercer una suerte de presión internacional difusa, que puede ser efectiva cuando se dirige hacia un país de base democrática con una opinión pública permeable de la que depende en última instancia su gobierno. Ahora bien, lo que no es tolerable es que el gobierno de nuestro país haga dejación de funciones permitiendo que se altere el orden público, con afectación a eventos de relevancia como la Vuelta; o que en espacios públicos como las universidades haya boicots o censuras por la sola razón de la nacionalidad israelí de los intervinientes, o que se amparen señalamientos contra los mismos. El fin no justifica los medios, y las atrocidades abanderadas por unos cuantos no pueden condenar al ostracismo a todo un pueblo como el israelí, plural y complejo.
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Por ello, frente a esas dinámicas polarizadoras, me quedo con la apelación del Papa León XIV: «Expreso mi profunda cercanía al pueblo palestino de Gaza, que sigue viviendo con miedo y que sobrevive en condiciones inaceptables, obligado con la fuerza a desplazarse –una vez más– de sus propias tierras. Ante el Señor Omnipotente, que ha mandado 'No matarás' y ante la historia humana, toda persona posee siempre una dignidad inviolable que hay que respetar y custodiar. Renuevo el llamamiento al alto el fuego, a la liberación de los rehenes, a la solución diplomática negociada y al respeto integral del derecho humanitario internacional. Invito a todos a que se unan a mi sentida oración para que surja pronto un amanecer de paz y de justicia». Que así sea.
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