Aciago don es el de vislumbrar las sombras de un futuro que no puede evitarse. Como lo es ver, mirando nuestras estructuras jurídicas de hoy, ... las profecías del mañana. Recuerdo estar, hace ya década y media, discutiendo con Germán, con quien alterno aquí artículo quincenal, en un claustro de Bolonia. No hablábamos de personas, sino de instituciones; y él aún era optimista en aquel entonces. Yo estaba convencido de que los hados eran tan claros como inevitables: tal y como estaba construido el Tribunal Constitucional, su sino era una progresiva e imparable degradación, acelerada en su final, principio de su nueva y definitiva naturaleza como lacayo del Poder.
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Era sólo cuestión de tiempo, pues la dignidad de un órgano electivo no puede sobrevivir a la indignidad de sus electores. Quizá no quebró desde el principio de la democracia por inexperiencia, pues acaso se confiaba más en los votantes de lo que hemos demostrado valer. Así, aún prudentes, los partidos empezaron escogiendo entre los más capaces para las altas magistraturas. Sin embargo, la profecía ya había empezado a tejerse: era inevitable que, más temprano que tarde, se nombrara a alguien inferior, más guiado por las afinidades clientelares que por sus propias capacidades. Si, cuando esto empezó a ocurrir, nos hubiéramos escandalizado como sociedad, acaso hubiéramos tenido una oportunidad. Pero esa posibilidad siempre fue una quimera. Por supuesto que transigimos. Y así, paso a paso, los partidos fueron avanzando cada vez un poco más. Comprobando que no había consecuencia a sus excesos, y degradando en cada paso a la institución.
Durante mucho tiempo fueron excepciones, pero cada vez más notables, hasta que, habiendo ya nombrado a suficientes magistrados manifiestamente alejados del ideal que se hubo de perseguir, el penúltimo paso llegó: jamás ningún partido nombraría a nadie que pudiera volverse contra él. El fin de la independencia, castrada en la selección. Y, enseguida, ni siquiera jueces afines, sino lacayos togados. Todos los jueces tienen ideología, por supuesto, como filias, simpatías y posicionamientos. Pero la mayoría de los jueces de a pie no tienen amo, y esa es la virtud que impide ascender a quien la conserve.
Suena duro, pero la realidad es aún peor. Se teme, en ocasiones, que decaiga la confianza en las instituciones. Pero el drama es que, aunque no haya alternativa, quizá tampoco haya solución, y no quepa ya confianza, esperanza o redención. El problema ni siquiera es la sentencia que ha declarado la amnistía constitucional. Honestamente, creo que cabía una cabal discusión, y una argumentación discutible. Pero la verdadera tragedia no está ni en los razonamientos ni en las conclusiones jurídicas. Lo más grave es que no había en España nadie que dudara de cuál iba a ser la resolución. Nadie que ignorara, cuando se pactó la amnistía en los pasillos políticos, que este Tribunal suscribiría lo que fuera que su amo diera a secundar, al margen de la Constitución o el Derecho.
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Es fácil culpar sólo a Sánchez, como último y mayor protagonista y realizador de la degradación de las instituciones. Pero, cuando mi yo más joven vaticinaba ya todo esto, gobernaba entonces Rajoy, y eso no cambiaba demasiado. Porque, antes o después, de una u otra forma, los unos o los otros lo hubieran culminado también. El problema es del sistema, porque el problema somos nosotros. Nosotros, que nunca censuramos ni castigamos que eligieran al servil, si se sometía a los nuestros. Como también justificamos la corrupción, torpeza o estulticia de los nuestros, amparándonos en el peligro de las otras siglas o ideologías, cuya evitación se ha convertido en excusa para todo.
Ojalá hubiera estado equivocado. Ojalá lo esté ahora también, porque no veo solución. Aquel que esté en el Poder siempre se verá beneficiado por la muerte de los contrapesos, y nunca querrá cambiarlo. Sólo lo prometerá mientras sea oposición, a la espera de poder empuñar el privilegio. Todo estaba escrito en las vanas esperanzas de un sistema que confió en lo que más hubo de temer. Y, sin embargo, si algo puede cambiar, también depende de nosotros. De que seamos nosotros quienes nos atrevamos a cambiar, aunque sea equivocándonos. Que castiguemos los abusos de quien está en el Poder, quien sea, autonómico o nacional, sacándole de ahí. No para encumbrar al que le siga, sino para poderlo echar también cuando sea el momento, que más pronto que tarde llegará. Honestamente yo no lo veo posible, estando hoy todos atrincherados en nuestras posiciones y facciones. Pero, si hubiera una oportunidad, sólo puede empezar en la rebeldía valiente de nuestras propias conciencias.
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